Aetheris: El Reino de los Guardianes del Pacto

CAPITULO XXVIII: El Despertar del Poder

El ocaso teñía el campus de tonalidades ardientes, como si el sol, en su descenso, hubiera incendiado las nubes. Antonio y Daniela salieron del salón con los tomos originales bajo el brazo —un premio por sus altas calificaciones—, sus risas resonaban en los pasillos vacíos. Los últimos estudiantes habían partido tras los exámenes aplazados, y el silencio solo era roto por el crujir de sus pasos sobre las hojas secas.

Al pasar frente a un ventanal que enmarcaba el bosque en llamas otoñales, Antonio la detuvo. Daniela alzó una ceja, pero su pregunta se ahogó entre sus labios. Él la besó con una urgencia que no necesitaba palabras. Por un instante, el mundo se desvaneció: no existían los castigos de los Guardianes, ni los juicios, ni siquiera el peso de sus identidades olvidadas. Solo ese contacto, puro y efímero como el suspiro del viento.

Hasta que algo se quebró dentro de él.

No era el cosquilleo familiar del amor, sino algo más profundo, más antiguo. El poder que emanaba antiguamente a causa de su naturaleza divina. Entonces retrocedió, llevándose la mano al pecho. Su esencia divina, arrebatada en el juicio, fluía de nuevo por sus venas, quemándole la piel con la fuerza de un sol renacido.

—¿Antonio? —La voz de Daniela sonó lejana, como si la escuchara a través de un muro de cristal.

Él cerró los ojos. Lo sentía: el poder que le habían sellado como castigo había regresado.

Entonces, el estruendo llegó.

La explosión sacudió los cimientos del campus, y en el cielo teñido de púrpura, una figura emergió de entre los escombros y el humo, su aura despedía el mismo fulgor que Antonio recordaba de los salones de Élethion. Eran un Guardián, un prisionero de Aetheris, había cruzado el velo.

Antonio entrecerró los ojos contra el viento repentino que levantó el polvo del campus. No necesitaba ver más: aquella silueta suspendida en el aire, con los brazos extendidos como un crucificado divino, solo podía ser Kael’thar.

Lo recordaba de los archivos de Aetheris. El Rebelde, el Guardián que había intentado moldear a la humanidad a su antojo en los albores de su creación, torciendo sus sueños y sembrando pesadillas en lugar de esperanza. Lo habían encarcelado en una prisión de geometría sagrada, donde el tiempo no pasaba, pero la paciencia se agotaba. Y ahora, allí estaba: sonriendo con la arrogancia de quien ha esperado siglos para vengarse.

—¡Después de tanto tiempo… al fin respiro libertad! —Su voz retumbó como un trueno sin nubes, haciendo vibrar los ventanales del campus.

El aire a su alrededor se retorció, cargado de energía caótica. Los estudiantes, ajenos a la verdadera naturaleza de aquel ser, reaccionaron como humanos: algunos gritaban, otros corrían en estampida, y unos cuantos, incautos, alzaban sus teléfonos para grabar lo que creían un truco de luces.

Daniela lo miró, y Antonio sintió el peso de esa mirada como un cuchillo en el costado. No había palabras para explicarle por qué desaparecería, ni promesas que pudiera hacerle. Solo un instante de silencio, un adiós tallado en la luz dorada de sus pupilas antes de que el espacio se plegara a su voluntad.

Desapareció.

Para los humanos, fue como si se hubiera esfumado en el aire. Pero Daniela, que lo conocía mejor que nadie, sintió el vacío antes de que su mente lo procesara. No era la primera vez que Antonio se iba sin avisar, pero ahora, con el eco de Kael’thar resonando en sus huesos, supo que esta vez era distinto.

Y entonces, como un eco de su miedo, el cielo sobre el campus se rasgó.

El espacio se dobló con un suspiro de energía dorada, y de un parpadeo a otro, Antonio y Kael’thar ya no estaban en el campus.

El nuevo escenario era un páramo desolado, lejos de la ciudad, donde la tierra árida se extendía bajo un cielo plomizo. No había testigos, ni víctimas potenciales, solo el viento silbando entre las rocas como un presagio. Pero antes de que Antonio pudiera actuar, sintió la sonrisa de Kael’thar antes de verla.

—Así que tú eres el que eligió su condena —dijo el antiguo prisionero, desplegando sus brazos con languidez—. Preferiste vivir como un humano antes que pudrirte en las celdas de Aetheris. Qué conmovedor.

El tono era burlón, pero en sus ojos brillaba algo más: curiosidad. Antonio no se inmutó.

—No permitiré que lastimes a este mundo —respondió, con una voz que no dejaba espacio para negociaciones.

Kael’thar rio produciendo un sonido que resonó como cristales rompiéndose en el vacío.

—¿Y quién me detendrá? ¿Tú? —Arqueó una ceja, estudiando a Antonio con desdén—. Un exiliado que renunció a su esencia, solo para recuperarla por casualidad. Dime, ¿realmente crees que puedes enfrentarte a mí?

Antonio no perdió tiempo en réplicas. Alzó la mano derecha, y el aire a su alrededor cobró vida. Su energía divina, reprimida por tanto tiempo, fluyó como un río embravecido, envolviendo su brazo en un resplandor dorado que iluminó incluso las sombras más densas.

—Si mis poderes han regresado —dijo, con una calma que contrastaba con la tormenta que se gestaba en su interior, —los usaré para acabar contigo.

Kael’thar no se inmutó. Por el contrario, su sonrisa se ensanchó, como si hubiera estado esperando esto desde el principio.

—Entonces hagámoslo interesante —susurró, y al instante, el mundo cambió.

El cielo se oscureció, tragándose la luz del sol en cuestión de segundos. Los vientos aullaron, levantando remolinos de polvo y piedras. Las sombras, antes inertes, cobraron vida y comenzaron a retorcerse alrededor de ambos, como serpientes danzando al ritmo de una melodía invisible.

La batalla estaba por comenzar.

En el mismo instante en que la esencia divina de Antonio resurgió como un sol en llamas, algo se quebró en el tejido de la realidad.

Y Caroline despertó.

No fue un regreso paulatino, sino un latido violento, como si el universo la hubiera escupido de vuelta a la existencia. Sus ojos se abrieron de golpe, y su cuerpo —su verdadero cuerpo, el que le habían arrebatado en el juicio— se estremeció bajo el peso repentino de la carne y los huesos.




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