Aetheris: El Reino de los Guardianes del Pacto

CAPITULO XXIX: El Guardián Renacido vs. El Caos Liberado

El viento aulló como una bestia herida, levantando remolinos de polvo y piedras entre los dos Guardianes. El aire mismo palpitaba bajo la presión de sus energías enfrentadas, haciendo temblar la tierra bajo sus pies hasta resquebrajarla en patrones geométricos imperfectos. Las sombras, vivas y nerviosas, se retorcían alrededor de ellos como espectros indecisos, anticipando el choque inminente.

Kael'thar sonrió, y en esa expresión había siglos de arrogancia tallada en cada línea de su rostro. —Has crecido, muchacho —reconoció, con una voz que resonaba como el eco de un trueno lejano—. Pero no olvides que fui Guardián cuando tu existencia no era ni un susurro en el diseño del Creador.

Antonio no respondió. No había palabras que valieran la pena. En su interior, el poder hervía, un huracán de luz dorada que golpeaba contra sus costillas, ansioso por liberarse. Esta no era una prueba en los campos de entrenamiento de Aetheris; esta era su primera batalla real con su esencia restaurada.

Y no sentía miedo.

Kael'thar atacó primero.

Un torbellino de energía caótica brotó de su palma extendida, avanzando como una serpiente de luz distorsionada que devoraba el espacio entre ellos. El aire se incendió en su paso, dejando tras de sí un rastro de realidad desgarrada.

Pero Antonio no retrocedió.

Alzó la mano con la tranquilidad de quien sabe exactamente cuánto peso puede soportar. Su energía fluyó en respuesta, tejiéndose en un escudo hexagonal dorado que brilló con la firmeza de un juramento. El ataque de Kael'thar se estrelló contra él... y se disolvió como agua contra roca.

El prisionero frunció el ceño, apenas un instante de desconcierto antes de recuperar su compostura. —Ehm... no está mal —admitió, aunque el elogio sonaba a condescendencia.

Antonio no le dio tiempo para más palabras.

Con un movimiento fluido, sus manos trazaron un círculo en el aire, y el espacio mismo gimió al obedecer. La realidad se distorsionó, retorciéndose alrededor de Kael'thar como un espejismo cruel. Su cuerpo se contorsionó, sus músculos se tensaron contra una fuerza invisible que lo doblaba en ángulos imposibles.

Pero Kael'thar no era un enemigo cualquiera.

Un rugido desgarró el aire cuando estalló en un aura de pura energía divina, rompiendo el hechizo como si fuera cristal. Sus ojos, ahora brillantes con algo más que arrogancia, estudiaron a Antonio con interés renovado. —Interesante —murmuró, y esta vez, la palabra sonó como una promesa.

Seguidamente el aire se desgarró con un chasquido seco, como huesos rompiéndose en el vacío. Kael'thar sonrió mientras cientos de portales se abrían alrededor de Antonio, cada uno vomitando proyectiles de energía pura que brillaban con el color de estrellas agonizantes. Las dagas luminosas silbaron hacia su objetivo en una lluvia mortal, tan veloces que el aire mismo ardía a su paso.

Pero Antonio ya estaba en movimiento.

Sus dedos trazaron un patrón imposible en el aire, como si estuviera tejiendo el destino con sus propias manos. El espacio gimió, doblándose en ángulos antinaturales, y los proyectiles obedecieron. En lugar de impactar, se curvaron en trayectorias imposibles, girando sobre sí mismos como aves en migración antes de regresar hacia Kael'thar con el doble de fuerza, el doble de ira.

—Puede que seas más viejo —susurró Antonio, mientras las palabras se perdían en el estruendo—. Pero yo soy más rápido.

Kael'thar no se inmutó. Sus manos se alzaron, y entre sus palmas el vacío nació en forma de una esfera negra que devoró los proyectiles con un hambre insaciable. Pero incluso él no pudo evitar retroceder bajo la fuerza del impacto mientras sus botas tallaban surcos profundos en la tierra agrietada.

—Eres más fuerte de lo que esperaba… —reconoció, sacudiendo el polvo de su túnica con un gesto casi casual. Sus ojos, sin embargo, brillaban con algo nuevo: respeto. —Tienes más control de tu energía divina del que creí posible.

Antonio no desperdició tiempo en respuestas.

En el parpadeo de un ojo, desapareció.

Kael'thar reaccionó—demasiado tarde. Sintió el aire helado a sus espaldas un instante antes de que la onda de choque dorada lo golpeara a quemarropa. El mundo estalló en luz y furia, y su cuerpo fue arrojado como un meteoro maldito a través del cielo, estrellándose contra el suelo con un estruendo que sacudió las montañas lejanas.

Cuando el polvo se asentó, solo quedó un cráter humeante... y el silencio expectante de una batalla que aún no terminaba.

Kael'thar se irguió con lentitud calculada, los músculos de su mandíbula estaban tensos bajo la piel. Una gota de néctar dorado —lo más cercano a sangre que un Guardián podía derramar— resbalaba por su barbilla.

—No he conocido a nadie con tal control desde... —Hizo una pausa, y por primera vez, algo parecido a la nostalgia cruzó sus ojos— ...desde que el Sabio Salazar me enseñó los secretos del Lytharion.

Antonio descendió como una estrella cayendo en cámara lenta, sus pies rozaban el aire mientras destellos dorados se desprendían de su silueta. Ni un jadeo, ni un temblor. Solo la calma peligrosa de quien ya ha decidido el final.

—Sigues sin tomarte esto en serio —dijo, con una voz que no alzaba más volumen que el susurro del viento.

Kael'thar sonrió, pero esta vez no había arrogancia en su gesto. Solo el brillo frío de un depredador que finalmente ve a su igual.

—Bien. Veamos qué haces con esto.

Sus palmas golpearon el suelo con la fuerza de un meteorito, y al instante, un círculo rúnico gigante se incendió bajo sus pies. Los símbolos brillaban con un azul profano, y Antonio sintió el universo entero aplastándolo. Su cuerpo, antes ingrávido, pesaba como una montaña; cada movimiento era una batalla contra la gravedad misma.

Kael'thar no esperó.

Apareció frente a él en un parpadeo de sombras, su puño estaba envuelto en energía caótica que distorsionaba el aire como un espejismo en el desierto. El golpe conectó con el abdomen de Antonio, lanzándolo hacia atrás con la fuerza de un cataclismo...




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