De pronto, lo entendí. Me tomó tan poco tiempo unir los acontecimientos que me sobró espacio para pensar en excusas o en otras opciones que pudieran calmarme. Pero no era posible. Ya no podía seguir engañándome a mí misma. Quizás no había sido capaz de verlo durante todos los meses previos, pero ahora, mientras corría al departamento de Dalia, todo tenía sentido. En una vuelta macabra del destino, el sobre con mi nombre en medio de la mesa de centro y la reconocible letra pequeña y redondeada de Dalia me lo hicieron saber: estaba por saltar para cumplir la profecía.
Fue un balde de agua fría que cayó directo a calar mis huesos. Me vi envuelta sin aviso en una súbita ola de desesperación que logró mover como nunca un cuerpo tan poco atlético como el mío. No me importaron las malas caras mientras chocaba con desconocidos ni los gritos que resonaban a mis espaldas. Necesitaba avanzar más rápido. Pero me sentía como en la pesadilla que tuve más veces de las que quisiera, en las que, a pesar de esforzarme, mi cuerpo no era capaz de avanzar. Era como si tuviera una pesa en cada uno de mis tobillos y como si el tiempo fuera más lento, a pesar de mi corazón acelerado marcando un tempo fuera de lo normal.
Sentía que estaba en un mundo paralelo.
Y es que lo conversamos un millón de veces. Me reí, incauta, un millón de veces de la absurda idea que proponía aquel sujeto en televisión: suicidarse en masa para cumplir una profecía sin ningún dios ni credo asociados. Una profecía en que el mundo como lo conocíamos dejaría de existir, pero por nuestra propia voluntad. No nos hacía esperar el llamado ni la señal de un ser celestial, pero tampoco nos dejaba en un mundo en llamas poseído por el mal. Sencillamente dejaríamos de existir en un día arbitrario, a una hora arbitraria. No había promesas de un más allá, pero tampoco una negación de la vida después de la vida. No confirmaba ningún destino ni sacralizaba el azar, simplemente nos hacía tomar una decisión, que era seguir viviendo o decidir morir.
Y nacía de una premisa sencilla, pero compleja: habíamos llegado todos y cada uno de nosotros a un mundo que no habíamos pedido y, a pesar de lo que habíamos logrado avanzar, de todo lo que habíamos logrado facilitar, de todas formas no habíamos sido capaces de construir un mundo que hiciera menos nuestros dolores y más nuestras sonrisas. Por el contrario, habíamos traído desesperanza y destrucción, no sólo sobre nosotros, sino sobre todo lo que tocábamos. Y la respuesta a ello era quitarnos la culpa de elegir morir para culpar a toda la historia previa que había sido escrita por aquellos ganadores sedientos de sangre que borraron a otros de la existencia. A otros que tal vez hubiesen podido construir un mejor mundo, darnos más esperanzas en el mañana. Pero ante la imposibilidad de poder recibir una respuesta de los caídos, hoy podíamos hacerles un favor a las futuras generaciones y sencillamente no hacerlas venir al mundo.
Durante mucho tiempo pensaron que era un movimiento ecofascista que había llegado demasiado lejos, pero ningún grupo se adjudicó las palabras de aquella voz que lograba expandirse a través de transmisiones en vivo de los celulares de cualquier peatón que lograra encontrarse con él. Y era extraño, porque nunca vi ninguno de sus videos circulando con subtítulos. Llegué a pensar que tal vez, de alguna manera, lograba comunicarse con todos nosotros sin barreras lingüísticas, pero opté por desechar esa idea cada vez que amenazaba con hacer demasiado real la existencia de alguien inexplicable.
Y eso había llegado hasta Dalia. La había convencido, la había hecho sentir… entendida. Ahora, muy tarde, lo veía. Habíamos hablado un millón de veces del tema, habíamos visto un millón de veces más los videos estando juntas, pero nunca fui capaz de notar sus risas misteriosas, sus ojos esquivos, sus escenarios ficticios, sus preguntas extrañamente específicas para tantear mis reacciones… Sus interrupciones antes de responder de verdad qué pensaba al respecto.
La habían logrado seducir. La muerte la había logrado seducir y mientras mis piernas me reprendían ardiendo y mi corazón luchaba por salirse por mi boca, Dalia estaba lista para desaparecer. Pero no podía dejarla, ¿verdad?
¿Nadie lo iba a detener? ¿Cómo es que no había policías, ambulancias en todas las calles, revisando las azoteas de cada edificio? ¿Éramos realmente tan poco importantes como para que el mundo se viera igual que siempre?
—Voy al departamento cuatrocientos siete —siseé casi sin voz frente a un apacible conserje que no hizo mucho más al responderme, salvo levantar las cejas.
—La señorita Dalia no se encuentra.
Apenas me quedaba aire, pero tuve la fuerza suficiente para fruncir el ceño.
—¿Ha dicho dónde fue? —insistí, sintiendo que me comenzaban a fallar las piernas—. ¿Ha dejado algún mensaje?
Su mirada se volvió compasiva, pero no logré entender por qué. Sólo sabía que su calma lograba exasperarme. No tenía tiempo que perder.
—Está arriba, con los demás.
Mi cerebro no funcionó.
—¿Arriba con quién?
—Es la profecía —respondió, como si la vida de nadie corriera peligro en este preciso momento. Como si fuera algo cotidiano—. Quedan pocos minutos y están todos reunidos en la azotea.
—¿Qué? ¿Y no harán nada! —chillé con desesperación, contrarrestando de manera agresiva mi voz contra la suya. Miré rápidamente la hora en mi celular y sentí ganas de llorar—. ¿Ni siquiera cerraron la azotea? ¡Sabíamos que algo así podía pasar!
Editado: 23.11.2024