En otro lugar del mundo
Aunque todos pisamos el mismo suelo
vivimos en mundos muy diferentes
No importa si naciste en una cuna de oro o en una cama hecha de barro y paja, la vida es difícil, es dura, como sea que la vivas y seas quien seas. Siempre habrá dificultades que pongan a prueba nuestra fortaleza. Lo que nos hace fuertes es atravesar los obstáculos que se nos presenten, siempre levantarnos ante eso que se empeña en dejarnos en el suelo.
De todas formas, no importa que tan dura sea, en nuestra vida nos acompañan personas importantes, y la palabra “importante” se refiere a aquellos que nos ofenden o nos alientan. Personas que nos ayudan a forjarnos o a ahogarnos. Porque eso es lo que nos marca, eso es lo que nos forma. Nuestro entorno.
Y a veces no nos damos cuenta del impacto tan inmenso que una sola persona puede causar en nuestras vidas, el gran cambio que puede hacer con una sonrisa, una caricia o… un abrazo, el más eficaz de todos.
Un abrazo es lo más hermoso que puedes darle a alguien, sin importar si es en una situación agria. Un abrazo tiene el poder de darle un toque dulce a lo que sea. Eso es lo que lo hace tan mágico y especial.
Bogotá, Colombia
Ahí estaba ella. La hermosa mujer de piel blanca. Sus manos se movían en pequeños círculos entre sí, con la bola de masa sujeta entre ellas. Debía hacerlo de esa forma como se indicaba en el libro de recetas para que las galletas quedaran redondas.
Apagó el fogón de la estufa cuando creyó que la leche ya estaba tibia. No era muy buena en la repostería, era algo que no se le daba, pero se esforzaba por preparar cada postre. Así como solo lo podía hacer una madre, con amor, paciencia y anhelo; anhelo de ver las caras de satisfacción, de regocijo cuando comieran con gusto las suaves galletitas.
El aire correteó divertido por toda la casa, cargando el espléndido olor a galleta recién hecha. Buscaba atraer a todos los habitantes del lugar, y la primera en caer fue la pequeña. Causa de que eran: Las galletas hechas por mamá.
—¿Puedo coger una, mamita? —preguntó la niña a su lado.
El pequeño puchero que le dedicó, a su madre le pareció adorable. Trataba de empinarse y luchaba con sus deditos para alcanzar una galletita. Tal escena a la mujer le arrancó una sonrisa de la cara. Le pareció lo más tierno del mundo.
Después de intentar sin logro alguno, la niña puso sus manitos como angelito y parpadeó muy rápido con sus largas y abundantes pestañas como si de una caricatura se tratase, con un destello juguetón en sus ojos. Esa era su arma secreta, sabía que haciendo eso podía obtener lo que quisiera, siempre le funcionaba muy bien.
La mujer no pudo resistirse ante tal pedido de su hija, no si lo hacía de esa forma tan tierna. Cogió una galletita envuelta en una servilleta para que el calor no traspasara a su delicada piel, se acuclilló frente a ella y trató de dar una explicación para que fuera paciente al comerla y no se la metiera toda a la boca de un tirón y luego tener que aguantarle el berrinche que haría por haberse quemado.
—Está bien, mi gorda, pero ten cuidado porque está caliente, debes soplar antes de comerla.
Ella hizo gestos graciosos explicándole cómo debía comer ese sabroso bizcocho que se había vuelto costumbre hacer los fines de semana, acompañados de películas animadas, palomitas de maíz y golosinas, pero no muchas para que luego sus pequeños no se quejaran del terrible dolor de estómago. Lo que ella no sabía es que su hijo tenía un cajón lleno de dulces que escondía de ella y su esposo, los cuales compartía con su hermana menor.
La pequeña no pudo evitar soltar escandalosas carcajadas frente a las graciosas caras de su madre. Su hijo mayor, sentado a poca distancia de ellas, frunció el ceño, las muecas de su madre ya no le parecían graciosas. Él ya era un niño grande, o al menos eso decía él.
—¿De qué tanto se ríen mis dos amores? —curioseó el hombre corpulento.
Su tez morena lucía más radiante, tal vez porque recién se levantaba de un sueño reparador, que no había podido tomar desde hace tiempo.
—Papi, mi mamá le está haciendo caras raras a Gabi.
El niño se llevó una galleta a la boca. A su padre de inmediato le antojó. Él mejor que nadie conocía los dotes culinarios de su bella esposa. Siempre le tocaba convertirse en un conejillo de indias frente a las recetas aprendidas.
El hombre sonrió afectuoso y se acercó a ellas para envolverlas en un gran abrazo. El pequeño, picado por los celos, no tardó en unirse. Claro, aunque ya fuera un «niño grande».
La bella mujer le dio un tierno beso a cada uno de sus pequeños y al separarse, posó los labios sobre los de su amado unos breves segundos para luego mirarlos a todos con ojos brillosos y embargados de felicidad.
—Los amo —expresó abrazando al hombre.
Los niños se separaron de aquel abrazo para unirse a uno con sus abuelos que apenas cruzaron el umbral de la puerta de madera fina, recibieron gustosos y con los brazos muy abiertos.
Unos saludos y abrazos a la anciana pareja por parte de los dos tortolos en la cocina bastaron para que fueran directo a la sala junto con los dos chiquillos traviesos. Lo primero que hicieron fue brindarles los regalos de navidad que esperaban ansiosos por ser puestos debajo del gran árbol decorado con bolas doradas y un listón gris brillante. En una de sus ramas artificiales descansaban dos cartas de papel que guardaban en su interior los deseos de Gabriela y Steven.