A veces no debemos dejarnos llevar por la primera impresión,
los mundos más profundos se esconden detrás de un segundo vistazo
Gabriela
“A pesar de que el ser humano es una especie de costumbres y no hay un manual específico que funcione para todo el mundo. Podemos estar seguros de que un mal hábito puede ser cambiado de forma gradual para que el cerebro…”
El libro era bastante interesante, pero no lo suficiente como para disipar mis nervios.
Ser la chica nueva otra vez no estaba en mis planes. Este año sería muy solitario para mí. No me iba muy bien hacer amigos.
—Los llevaré hoy a la escuela, pero no se acostumbren porque chofer no soy. El autobús vendrá después por ustedes—comunicó mi hermano dando un sorbo a su café.
—¡¿Autobús?! —El panqueque me quedó a mitad de camino—. Pero… ¿por qué? Vamos a comprar motos, ¿no? Puedo ir en moto y…
La protesta no pudo ser completada por un par de ojos furiosos, más cafés que cualquiera de los que estábamos sentados en la mesa. Ni si quiera yo sé por qué dije eso, fue como un impulso de recuerdos.
Mi hermano me miró con ojos precavidos, torciendo la boca en una negativa y negando sutilmente con la cabeza ante la mirada penetrante de nuestro padre.
—Sabes que no —reprendió mi papá con la mandíbula tensa—. Que yo te llegue a ver subida en una moto, Gabriela.
¿Gabriela?
Auch.
—Esteban… —le susurró mi mamá.
Eso, que para cualquier adolescente podría ser tomado como un simple regaño y ya, para mí no. Para mí, que conocía muy bien a Esteban, era como una amenaza, «como» no, era fijo una amenaza. Lo sabía muy bien.
Cada vez que él me habla de esa forma la tristeza llega a sentarse a un lado de mi pecho y de a poco araña mi corazón con sus filosas garras puntiagudas. La forma en la que habla cuando está enojado, es capaz de asustar a cualquiera. Así que a la tristeza se le sumaba uno de sus amigos… El miedo.
—Perdón… —susurré.
🍭🍭🍭
«No pasa nada, toda irá bien. Respira y cálmate».
—¿Qué te pasa? —preguntó Steven.
—¿Eh? ¿Por qué?
Me distraje con el montón de estudiantes amontonarse como hormigas en la entrada.
—Te ves triste.
Hmmm… la sonrisa no funcionó como esperaba. Me acomodé mis crespitos y carraspeé.
—No, es solo que… —busqué las palabras más convincentes—. Ya sabes que yo a veces soy toda sensible —concluí con una pequeña sonrisa—. No me gusta que mi papá me hable así.
Soltó un suspiro y me martilló con reproche en sus orbes cafés. Pero era cierto. Además, cuando alguien me llama por mi nombre completo es como una puñalada a mi corazón de pollo.
—Sabes que no te lo dice a mal.
La pequeña sonrisa que me brindó me hizo sentir mejor.
—¿Preparada?
—Sí, súper lista.
Era una mentirita que Steven no tenía por qué saber. Hace como cinco minutos había estacionado el auto, pero yo no quería salir.
Mis ojos recorrieron todo el lugar de unas varias pasadas.
Cuántas personas, cuánto espacio, cuántos árboles. Creo que voy a perderme. No, no creo, estoy segura de que voy a perderme. Debí haberle hecho caso a Steven y haber traído un pan.
Inhalé una gran cantidad de aire y el olor a flores me empujó a suspirar, aunque aliviada, igual de nerviosa.
—Te irá bien.
Tomó mi mano izquierda entre la suya y la movió de un lado a otro.
—Sí, tranquila. Año nuevo, vida nueva —dijo Santiago, entusiasta desde el asiento trasero.
—Eso se dice en año nuevo —le recordé.
—Pues yo lo digo en agosto, ¿y?
Sonreí cuando él lo hizo.
Giré mi rostro hacia la ventana, la gran cantidad de estudiantes alcanzaba a espantarme, pero la verdad era que, estaba dispuesta a afrontar este cambio y los otros que vinieran. Todo por la empresa.
—Hora de irse.
Desabroché mi cinturón de seguridad. Me despedí de él con un beso en la mejilla y bajé del auto con Santi, como dos niños pequeños. Aunque él sí lo era, yo también me sentía como una. Antes de que cerrara la puerta, Stev me sostuvo por la muñeca, me vi obligada inclinarme un poco.
—¿Amor…? —titubeó en decirme, cosa que no hizo más que aumentar mi curiosidad—. No vuelvas… a mencionar lo de la moto, ¿sí?
Analicé su rostro afligido y asentí con lentitud. Solté un sonidito de afirmación con una diminuta sonrisa. Él no me veía, no sabía si era vergüenza o arrepentimiento, pero cada vez que el tema salía a relucir su actitud se tornaba a rehuir. No quería preocuparlo, así que lo único que hacía era: asentir y sonreír.
Eso siempre funcionaba. Una sonrisa falsa para aparentar que todo estaba bien y no tener que dar explicaciones.