El ejercicio salva mentes y corazones y los prepara para ser más fuertes,
para batallas internas; las más difíciles de afrontar
Gabriela
¿Por qué hijueputas debía hacer esto? ¿De verdad es necesario levantarme a hacer ejercicio a esta hora? ¿Y si me quedó a dormir otro poco?
Era tentadora la idea de quedarme durmiendo, pero tenía que levantarme.
«Yo puedo. Yo puedo. Yo puedo».
Luego de haberme parado medio zombie hice mi cama y cuando estuve lista los ronquidos fueron lo primero que me recibieron.
—Stev —llamé en un susurro, tan débil como mis ganas de seguir ahí parada—. Stev…
Blanqueé los ojos al recibir un manotazo en la cara.
—Dijiste que me ibas a acompañar.
—Yo no dije eso.
Se cubrió todo el cuerpo con la frazada.
—Sí, lo hiciste —reproché entre dientes con una sonrisa que él no estaba viendo, pero que me ayudaba a no tomar una almohada y ahogarlo.
—¿No puedes ir sola? —renegó con un ojo medio abierto—. Si quieres lleva un pan.
—¿Pan? —el desconcierto me perforó la voz.
—Claro, para que dejes un camino de migajas y no te pierdas.
Se volteó enseguida, la sonrisa que pude divisar en su rostro fue como una patada a mi dignidad.
No se inmutó, ni porque lo descubrí de las frazadas calentitas, ni porque me le eché encima.
—¡Acompáñame!
—Agh, jueputa —chistó levantándose con los ojos cerrados y botándome a mí al suelo—. ¿A cómo jodes la hora?
La sonrisa de triunfo no se me fue posible ocultarla, ni teniendo el culo en el suelo.
—Gabriela, son las cinco de la mañana —se quejó con un tono perezoso—. ¡Al menos deja que salga el hijueputa sol!
—Te espero abajo, hermanito precioso de mi corazón.
🍭🍭🍭
Encerré la mancuerna entre mis dedos y la alcé hacía mi pecho.
«El ejercicio te ayuda a fortalecer tu salud física y mental». Decía mi papá y Steven y cada doctor al que había visitado en chequeos generales, como la vez que uno me dijo con un que por más ejercicio que hiciera nunca me vería delgada, porque mi complexión no lo permitía.
Solo pude responderle: ¿Quién dijo que yo quería ser delgada, doctor?
Odiaba la perspectiva que otra gente tenía sobre el ejercicio, muchos creían que solo se iba por vanidad, cuando en realidad el ejercicio le ha salvado la vida a más de uno, tanto física como mentalmente.
Como a mi hermano.
Puede que muchos iban para eso, para ser delgados o tener un cuerpo atractivo, «digno» de apreciar. Es difícil aceptar que en el fondo ninguna chica en el mundo es totalmente segura de su cuerpo, ni una sola, y los chicos tampoco.
Supongo que cada uno tenemos complejos a nuestra forma y es algo inevitable. Y no solo con respecto a nuestra apariencia física.
Cuando pensaba en eso dolía. Me dolía pensar en todas esas personas que no eran seguras de sí mismas ni un solo momento, que luchaban día a día con eso en silencio, aguantando los comentarios estúpidos de gente que refleja sus propias inseguridades en los demás.
¿Por qué tendremos la manía de escuchar a la gente estúpida? Esa que solo servía para hacer daño.
—No seas floja —instó Steven al ver que no podía levantarla más.
—Esta pesita está… muy pesada.
Casi vi el reproche en sus ojos de: ¿En serio?
Lo ignoré y me concentré en el diez que marcaba la mancuerna. Se río y con delicadeza posó sus manos debajo de mis codos e impulsó hacia arriba.
Fantaseé con agarrar a varias chicas del pelo y limpiar el suelo con ellas, parecían arpías listas para lanzarse sobre mi hermano.
¿Vienen a entrenar o a ver hombres?
Si pudiera me haría pasar por su novia, pero el burlesco parecido entre los dos no me lo permitía.
«Perras». Ay, perdón, perdón, perdón Diosito, no lo dije en serio… tan en serio.
Después de la ardua rutina de ejercicio caminamos algunos pocos metros para llegar a… casa. Un extraño sentimiento se apoderó de mi pecho por nombrar esos ladrillos como «casa».
—Odio que te miren tanto —musité queriendo que no me escuchara.
Pegó una leve risita. En su cara se notaba la arrogancia por mi comentario. Me enganché de su brazo por la fría ventisca.
—¿Extrañas tener novia?
Lo sentí tensarse un poco.
—¿Por qué la extrañaría si ya tengo a alguien que me cela? —Su sonrisa me informó de su socarronería—. ¿Por qué preguntas?
—Porque si tienes ganas, primero tendrá que pasar por una dura evaluación de mi parte, y si no me gusta la mando a comer… —acallé la grosería por su mirada amenazante—. Miér… coles.
Yo no acostumbraba a decir groserías, solo las decía en mi mente. La única forma de que dijera groserías al viento es porque debía estar demasiado enojada. Y si las decía delante de mi hermano o mis padres era porque necesitaba una revisión de mandíbula y ellos con gusto me la reacomodarían de un bofetón.