Con toda la intención
Nunca debes preocuparte por la imagen que muestras
hacia los demás, si es lo que realmente eres.
No hay nada más grato que ser tú mismo
Gabriela
—¿En serio…?
Me escuché susurrar como un suspiro incrédulo. No podía entender lo que estaba oyendo. Mi papá acababa de decir que podía volver a tener mi moto… mi preciosa moto. Que podía volver a conducirla…
¿Mi moto estaba aquí? ¿Ellos la habían traído? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué no me había dado cuenta? ¿Por qué me decían hasta ahora?
Ese hecho me infló el pecho de emoción, una que extrañaba por no poder conducir cuando lo deseara, hacer una de las cosas que más me encantaban en el mundo.
«Se van a enterar, es mejor decirles». Ese pensamiento me arrebató la alegría y asesinó la sonrisa de mis labios sin piedad.
Era cierto. Tenía que decirles antes de que ellos se enteraran por otra boca, más específico, de la directora Lewis. Si bien esa tal Sara impidió que llamaran a mis padres con su fingida preocupación hacia mí —por una razón que desconozco—, de igual forma la directora me impuso un castigo durante dos semanas. Hacer clases extras en las materias que tenía más baja calificación. Otro regalito de Sara, porque el castigo original era la suspensión por una semana.
Con el nuevo castigo, eso significaba solo una cosa. Más putas matemáticas y cálculos. Más tarea. Menos tiempo. Más estrés. Menos ganas de vivir. Lo normal, ¿no?
«El martes de la semana siguiente empiezas. Te asignaremos un tutor». Había dicho Lewis, su voz áspera y sin ninguna pieza de culto me ponían nerviosa.
Recuerdo el traspaso de sus ojos negros perforarme la cara. Tal parece que siendo tan adulta no tenía inteligencia emocional y no sabía apartar lo laboral con lo personal.
Por mi dignidad, preferí el castigo principal, al fin y al cabo, era consecuencia de mis actos, pero después lo pensé mejor y opté por quedarme callada ante la sugerencia de Sara que cambió por completo la sanción, pese a mis susurros para que no lo hiciera y se mantuviera al margen.
«Agradéceme que mi abuela no te expulsó. Considéralo un obsequio de bienvenida». Esa fue la cálida «bienvenida» de Sara una vez salimos de la oficina.
Estúpida chica, ni si quiera me creyeron cuando dije que había sido ella la que derramó leche sobre Kiara y luego me había golpeado sin razón aparente.
Según su perfecta abuela, Sara era incapaz de cometer semejante bajeza. Me dieron ganas de estrangularla cuando entré a dirección y la encontré con un estudiado victimismo en el rostro que por poco me lo creo yo también.
Enfoqué el plato de macarrones y me concentré en el presente.
—Tengo que decirles algo.
—¿Qué cosa? —Papá se puso tenso ante mi voz cautelosa.
Inicié por decirles con el cauto más delicado que pude encontrar sobre la nueva amiga que había hecho y luego pasito a pasito, tanteando terreno, abordé con precaución el tema de la pelea, la cachetada, el golpe, la leche derramada, la dirección, y lo más importante, el castigo.
—¿Qué hiciste qué?
La voz de mi papá fue como si le hubiera dado un golpe en la cara, era igual que el susurro de un león cuando se va a comer a un pobre venado.
Mi cuerpo quedó estático por varios segundos, si bien sabía que esto podía molestarlos, en el fondo había estado tranquila porque creí que no sería para tanto.
Veo que me equivoqué. Esa no era la reacción que esperaba.
—¿Pero que más podía hacer? —Su bufido me estremeció la piel—. Ella me pegó, en frente de todo el…
—¡Por eso! —su grito me sobresaltó. Mi mamá puso la mano encima de su hombro y con un gesto de su rostro le dio a entender que no alzara la voz—. Pero es que pareciera que no entendiera, amor —le dijo a mi mamá en un gruñido. De inmediato contraje la cara.
¿Entender? ¿Entender qué?
—¿Cómo se le ocurrió hacer una cosa de esas, Gabriela? —regañó con los nudillos tensos, consecuencia de sus puños apretujados—. No está en cualquier escuela. Debe ser una muchachita decente.
Ah, eso quiere decir que… ¿en una escuela pública si podría hacer eso? ¿Acaso debía dejarme golpear solo por dar una puta imagen decente? ¡¿Decente?! ¿Era yo la que tenía que avergonzarse por defenderse? ¿Yo y no esa niña estúpida?
—Qué vergüenza lo que deben estar pensando sus profesores de nosotros.
Como hace un segundo, su regaño siempre fue el mismo. De esos que siempre parecían escritos directamente hacía mí. Y el acompañamiento de su usteo me hacía sentir peor. Cada vez que me reprendía tendía a ustear de una manera muy seca.
«Hay que dar una buena imagen». «¿Qué pensaran de ti, Gabriela?». «No quiero que la gente vea que mi hija es así».
Esas putas frases ya me tenían harta, siempre debía dar una estúpida buena imagen de la hija perfecta y por más que me esforzara en serlo… él nunca lo notaba, nunca le servía, con nada se sentía satisfecho. Él siempre quería más y más.