La fortaleza se construye
Es más fácil centrar la atención
en cualquier otra cosa, que en las ganas de llorar
Ethan
En frente del enemigo, nunca se debe dejar caer una lágrima, todas esas gotas de agua inservibles se deben encerrar junto con esos sentimientos indeseados, no se puede permitir ni por error que si quiera se vean reflejados en tus ojos.
Eso sería perder una de las tantas batallas con el ser que más odias. Y no, no le puedes dar el gusto.
Nunca.
Eso lo había aprendido por las malas, con lecciones propias que se habían incrustado en mi piel. Con eso el dolor avisó que cada vez me enseñaría a ser más fuerte y a no mostrar lo que sentía, era mejor así, no mostrar nada. Igual a nadie le importaba. Otra lección muy importante.
—Eres un estúpido, que no se te olvide nunca.
El escozor se extendió por toda mi mejilla, las ganas de pasar mi palma para que dejara de arder, las contuve y encerré en un puño. Obligué a mi mano a quedarse quieta ante el temblor provocado por la impotencia.
En este preciso instante el delicado búho de cristal, brillante y refinado, que para mí no valía absolutamente nada, parecía más importante. Eran el enfoque de mis ojos y el perfecto distractor de los grito; punzantes, dolorosos para mis tímpanos.
Pero a mi mente llegó un hermoso distractor, uno mucho mejor, uno que sin darme cuenta casi me hace sonreír.
Pestañas largas, ojos chocolate, labios carnosos…
—¡Mírame mientras te hablo carajo!
Pestañas largas, ojos chocolate, labios carnosos, aroma dulce…
Mis ojos se sellaron, busqué en medio de recuerdos lindos un poco de cordura. Traté de pensar en sus bellos rulos, en sus cejas pobladas, en la calidez de su voz…
—Nunca serás nada. Recuérdalo, Ethan, tú no eres nada.
Giré mi mirada hacia él. Su voz fría, prepotente, cargada de ira, eran como un tubo que se incrustaba en mi corazón y succionaba todo lo lindo que alguna vez pudo haber ahí; mi alegría, mi inocencia, mi cariño, todo… todo lo succionaba hasta dejarlo seco y sin vida, tan seco que podía sentir el crujir de él en mis oídos con cada palabra de desprecio que lo agrietaba.
Succionó todas las cosas buenas durante tantos años que ahora ya no había nada, en su lugar se encargó de inyectarle odio y disgusto del más puro.
Dolía, pero antes, ahora no, ya no dolía. Para mi suerte la costumbre de estos tratos lograba que ya no doliera. Solo quedaba rabia de sus putas palabras hirientes.
La ira de forma tan cómoda y descarada se sentó en mi corazón y lo apretó con fuerza, derramando cada escasa gota de tranquilidad que conservaba. La imagen de él siendo golpeado por mí acrecentaba con el paso de los segundos que examinaba su rostro, desgraciadamente parecido al mío.
—No te quiero volver a ver en mi empresa —sentenció. Su pecho se hinchaba prepotente ante la mención de su dichosa compañía—. Nada de esto te pertenece y jamás lo hará. Todo, absolutamente todo, es mío.
El ardor en mi mejilla había disminuido un poco, ahora se había traslado a mi pecho, la incomodidad reinaba ahí. No sabía cómo reaccionar ante esas palabras. Era un golpe de realidad. Después de todo tenía razón.
¿Pero por qué siempre se encargaba de restregármelo en la cara? ¿Qué necesidad había de hacerme sentir como la mierda?
Si, ya sabía que era millonario, que su súper empresa era de él, no tenía que recordármelo todo el maldito tiempo. Me hacía pensar que tal vez yo le estaba tratando de quitar algo que en realidad ni siquiera me importaba.
—¿Ethan? —la voz de mamá resonó entre aquellas paredes blancas.
Giró su cabeza para mirarla con una sonrisa, tan falsa como él. Yo por mi parte la volteé hacia el lado contrario, temiendo de que viera la rojez de mi pómulo y se empezara una pelea de la que no quería ser participe.
—Mi querida Malory, ya es hora de que se larguen.
No la estaba observando, pero por el silencio que pesaba más de lo que se podía soportar era suficiente evidencia de que en su rostro estaba la estampa del disgusto.
—Al menos trata de no sonar tan sarcástico —propuso ella, en el mismo tono que él.
—Es mi oficina, hago lo que se me da la gana —replicó, esa sonrisa demoniaca se adueñó de sus labios.
—Ethan… —la voz de mamá se escuchó como una advertencia—. Vámonos.
El desconcierto de saber qué pasaría me dejó congelado. Intercalé mi vista del uno al otro, esperando por otra orden, que para mi suerte no llegó. A paso mesurado salí de la oficina antes de que alguno de los dos se atreviera a soltar otra palabra.
—¿Ya se van?
El olor a tabaco me impregnó la nariz, cosquilleando por el molesto aroma rancio combinado con su fuerte perfume. La observé unos segundos, estaba de pie junto al gran ventanal.
—Si, abuela —respondí pasando el dorso de mi mano por mi pómulo en busca de una línea de sangre.
La raya de color rojo se ilustró en mi mano. Reviré los ojos, exasperado del ardor aun presente en esa zona.