El dulce amargor
Podía resistir golpes, insultos y gritos, pero…
lo único a lo que no podía resistirse era a su dulzura,
eso lo mataba sin duda alguna
Ethan
No quería levantarme, todo el maldito cuerpo me dolía. Creí que el dolor mermaría, pero había aumentado y llegó a un punto que era insoportable.
Los últimos días había estado en cama con la excusa de que me sentía mal, aunque era verdad, no podía mostrarle las heridas a mamá, sino ella terminaría el trabajo y me mataría de un solo golpe.
Me giré sobre mi cama, el dolor de mi cuerpo y también el inexplicable que sentía en el pecho no me dejaban dormir. Mi mente se iba una y otra vez a las gradas con aquella chica de rostro suave y mejillas cálidas. No podía evitar que mi corazón pegara un brinco ante el recuerdo.
Siempre creí que bromeaba conmigo cuando decía que me daría diez camisas. Las palabras que más se repetían en mi mente venían acompañadas de su aroma.
“—Cuando recibes un regalo, lo que importa no es lo que te dan, sino la persona que te lo obsequia.
Los toques en la puerta desviaron mis pensamientos.
Me levanté rodando los ojos y tomé el pomo. Abrí la puerta con rapidez, pero la protesta se sentó en el filo de mis labios. Vi esos hermosos ojos color chocolate en lugar de unos grises.
—¿Puedo… pasar? —me sacó de mi trance con su tierna voz.
No dije nada, solo me hice a un lado. Un delicioso olor hizo rugir a mi estómago. Llevé mi mano a mi abdomen rápidamente para disimular.
Mis mejillas se comenzaron a calentar, pero no sé por qué, eso solo me pasaba cuando me sentía furioso. Se volteó al instante y soltó una leve risa.
—Te traje esto. —Señaló con su boca el plato en sus manos. Lo agarré luego de cerrar la puerta—. Debes tener mucha hambre, no probaste nada.
Se meció sobre sus pies sin mirarme y rascó su ceja. Me pareció verla nerviosa.
—¿Estás bien?
Parecía una puta estatua, solo podía mirar esos bellos ojos curiosos. Pasaba de mi rostro al resto de la habitación, mirando con detalle a su alrededor, analizando todo con esmero.
—Si. Estoy bien.
Puse el plato en la mesa de noche y me senté en la cama bajo su mirada inquieta.
—Ehm… bien, yo… ya me voy.
Repiqueteaba el pie y removía sus dedos. Creo que estaba incómoda.
Antes de que pudiera si quiera dar un paso hacia la puerta, me levanté y la sostuve por el brazo.
—Espera, yo…
Hice que se diera la vuelta lentamente. Me acerqué un poco. Sentí su respiración más agitada.
—Yo…
No sabía cómo hacer esto. Ni si quiera sabía qué trataba de decirle.
—Te quedó bien. —Su comentario desvió mi atención—. Se te ve bien el azul.
Me miré a mí mismo.
—Estás sangrando —murmuró bajito después de unos segundos—. Tus manos…
No aparté mis ojos de los suyos, ya sabía perfectamente el estado de mis manos.
Conectamos nuestras miradas como ya se estaba volviendo costumbre entre nosotros y me regaló una linda sonrisa que no devolví, en su lugar le di un apretón a su mejilla. Como consecuencia recibí una advertencia con los ojos, pero una juguetona, no esas de muerte que recibía todo el tiempo. Duramos así unos segundos para nada incómodos y justo cuando iba intentar darle una disculpa, su voz no me lo permitió.
—Ethan… ¿puedo… puedo…? —vaciló con ojos inquietos.
—¿Qué? ¿Qué puedes?
Avancé un paso hacía ella.
—¿Puedo curarte? —Tomó mi mano entre sus deditos malditamente suaves. Ese contacto envió corrientazos a toda mi piel—. No te ves bien.
Estreché mis ojos, actuando ofendido. Desencajó una pequeña risa que me contagió al instante, pero no se vio reflejada en una risa, sino en un extraño cosquilleo en el pecho.
—¿Y a ti qué te importa cómo esté?
No podía evitar ser así con ella. No sabía el motivo.
—¿Por qué siempre tienes que ser tan hostil?
Rodó los ojos, molesta, el suspiro de fastidio tampoco lo ocultó.
—Porque tú siempre empiezas.
—Pero, no dije nada malo. —Curvó sus labios hacia abajo, como un feo emoji—. Eres un fastidioso.
Sonreí un poco.
—Solo contigo.
Apartó su mano de la mía suavemente, en su posición se veía la incomodidad. Quise pedirle que volviera y la tomara, pero sería muy extraño. Tal parece que sus tiernos ojos grandes hicieron efecto, porque no dudé en tomar aire y saber que si, en este momento yo había sido el grosero, aunque… ¿Cuándo no lo era?
—Está bien. —Suspiré rendido ante esa mirada de perrito—. Pero lo único que tenía lo gasté. Ya no hay nada, solo alcohol.