Agrio y Dulce Amor

Capítulo 23. Robo revolucionario

La inexperiencia siempre está acompañada por el miedo y la incertidumbre,

pero para el amor no es impedimento, él con dulzura resuelve todo

Gabriela

—¿Por qué hiciste eso, Ethan?

Sus nudillos tenían pequeños relieves de rojo. Sus manos se ven más bonitas cuando no están rotas, ni lastimadas, ni llenas de tiritas en los dedos.

—¿Qué fue lo que pasó?

—Cosas entre nosotros —respondió como si no hubiera acabado de romperle la nariz a ese chico—. Mejor empecemos por ti. ¿Qué carajos te pasa?

Arrugué mi ceño al no entender la pregunta y mucho menos cuando se cruzó de brazos.

—¿De qué hablas?

—Estás extraña. ¿Qué te pasa?

—Nada.

No podía responder con sus ojos arañándome. Desvié mi mirada al suelo y entrelacé mis manos bajo mi vientre.

—Mírame a los ojos y dime que no es nada.

Retrocedí un poco por su cercanía abrumadora. Apretó los ojos. En ese instante pude percibir un rastro de enojo en su rostro. Tuve que agachar la cabeza para no verlo.

Solo no era un buen día. Estaba algo estresada por mis calificaciones y por… Steven.

—Dime por qué hiciste eso. ¿Quieres que te suspendan o que te expulsen?

—¡¿Por qué te interesa?! ¡¿Yo sí debo responderte y tú a mí no?!

Ignoré el grito y me centré en mirar el cielo.

—No empieces con tus gritos —traté de decir mientras buscaba la palabra necesaria—. Y claro que me interesa, eres mi amigo.

De repente su furia pareció disiparse para darle paso a un semblante dolido, uno que trató de ocultar bajo sus cejas filosas.

—¿Amigo? —farfulló sin dejar de acuchillarme con sus ojos, igual a dagas—. ¿Solo eso soy para ti? ¿Un puto amigo, Gabriela?

Dejé de respirar en cuanto dio dos zancadas y me acorraló con sus brazos venosos. Mi espalda chocó contra la puerta de un auto desconocido. El aire empezó a faltar.

—Respóndeme.

El susurro se metió en lo más profundo de mí, como si su voz fuera parte de mi conciencia.

—Ethan…

—No eres estúpida, sabes muy bien lo que pasa entre nosotros.

Algunas personas a nuestro alrededor nos veían con curiosidad.

—Sí, bien, yo… me salió la palabra «amigo». Relájate…

—Bien, pues qué bueno que lo tengas claro porque no quiero ser esa mierda.

Su gruñido me hizo pegar un pequeño brinquito. En sus ojos veía el deseo de querer arrancarme la cabeza o aplastarme.

Lo empujé lentamente para poner un poco de distancia, la necesitaba para recobrar el aire de los pulmones. No podía respirar con sus pectorales en mi quijada. Se resistió, pero al final accedió con la cara contraída en una mueca que expresaba su disgusto.

—Ethan…

—¡No sé qué mierda hacer contigo!

La lengua me picaba por decirle un par de groserías. Pero no quise echarle más cubos de hielo al vaso que quería rebosar.

—¿Puedes dejar de gritar?

Di un paso, no para irme, pero él lo tomó así y engargoló sus dedos en mi brazo. Volvió a tirar para atrás hasta que sentí el frío de la puerta de aquel auto negro.

—¡Suéltame! —chille removiendo mi brazo de lado a lado.

Le di un golpe para que me soltara. Al parecer la fuerza de la que siempre se queja mi hermano por ser demasiado brusca con Ethan era una total perdida de esfuerzo. Era demasiado grande y fuerte, como golpear una dura roca que no lastimas, por el contrario, al golpear te lastimas tú.

Me tomó las muñecas con un poco más de fuerza y estampó mi espalda contra la puerta del auto. Mis manos las guío hasta en frente de su pecho y las sostuvo ahí.

—No seas brusco, Ethan.

—Eres exasperante.

—Ya lo sé, idiota. No todo el mundo me aguanta.

Traté de zafarme.

—Mira, estamos peleando por una estupidez, Ethan. Si no me quieres decir porqué peleaste no pasa nada, solo no actúes así. Me preocupo por ti y…

No pude seguir hablando. Me robó las palabras. Literalmente.

No lo vi acercarse. Ni creí que un momento así lo utilizaría para esto. Sin darme nula oportunidad a hablar, sus labios colisionaron con los míos, muy rápido. Ni si quiera me di cuenta de que encerró mi rostro entre sus manos tibias.

Fue sin advertencia. No me dio ni un segundo para procesar.

Mi cuerpo se heló.

No respiré.

No me moví.

No parpadeé.

No hice nada.

Su beso era rudo, feroz en el principio, arrollador. Con el paso de los eternos y al mismo tiempo cortos segundos se transformó en un toque sutil, de una forma tan lenta, como si temiera romperme, pero sin dejar la rudeza.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.