Agrio y Dulce Amor

Capítulo 34. Casualidades extrañas

Y cuando por fin le quitan las ataduras al corazón, él, agradecido, se acomoda mejor y sonríe

Ethan

Aplastó un dedo sobre mis labios y me cohibió del placer de besarla.

—Mi hermano viene aquí, alguien puede decirle…

La tomé de las mejillas y le estampé un beso rápido con las ganas que le traía desde que la vi con esa ropa deportiva moldeando sus curvas.

—¡Oye!

—Me gusta esto de lo prohibido —hablé cerca de su oído —. Pero no seas paranoica.

—Es mejor prevenir…

—¿Y dónde está él?

Quise que no se escuchara como reproche, sin embargo, era difícil guardarme el enfado contra su hermano.

Desvió la mirada a las mancuernas y tomó unas de diez kilos. No me miraba a los ojos y sus movimientos se veían rígidos, como si su mente estuviera en otro lugar.

—¿Viniste a esta hora por mí? —Ladeó la cabeza por el peso de la curiosidad en ella—. ¿No se supone que entrenas con el tal Leonardito?

—¿Celosa de un hombre? —pregunté por el nombre pronunciado con sarcasmo.

Subió las cejas, esperando la respuesta. Dejé las pesas en su lugar y viré los ojos.

—Hace tiempo que vienes sola porque él no te acompaña. —Masajeé mi mandíbula.

El sonrojo en sus mejillas me mostró su vergüenza.

—¿Me has estado siguiendo?

Tomé su pequeña mano y la atraje hacia mí, ahora yo con calor en las mejillas porque no quería que pensara que era un puto loco obsesivo, pero no sabía cómo desmentir eso.

—Sales muy temprano y es peligroso. —Recogí un hombro—. ¿Quién carajos hace ejercicio a las cinco de la mañana cuando puede quedarse en su cama durmiendo?

Odiaba levantarme temprano sin necesidad.

—Yo —dijo con el pecho inflado de orgullo, como consecuencia el corazón plateado quedó atrapado entre la línea de sus pechos.

Negó con la cabeza y me miró con el reproche ardiendo en su mirada.

—Ya sé que ahí no tienes los ojos, pero no puedo evitar mirarlas.

Mucho menos cuando se sacudieron por su risa. Eran tan tentadoras. ¿Cómo será verlas sacudirse en mi…?

—Gracias por acompañarme —me susurró empinándose para darme un sonoro beso en la mejilla.

Le devolví la sonrisa, temeroso de que por alguna razón sobrenatural pueda leer mentes.

—Ahora tú acompáñame a un lugar.

Con una sonrisa me siguió por todo el gimnasio hasta el estacionamiento donde parqueé mi moto. Después de veinte minutos de trayecto llegamos a nuestro destino.

Con pereza desfiguró los labios y dio un paso atrás. Volví a sujetarle la mano fría, quise pensar que era por el clima helado y no por estar en casa de la abuela.

—¿Por qué vinimos aquí? —Torció los labios en un berrinche de que quería irse ya—. Después de lo que pasó la última vez, me da vergüenza. Y si tu papá está…

—Solo vine por un favor que me pidió el abuelo, pero no hay nadie.

Se acercó a mí con los labios curvados hacia abajo y enredó sus brazos alrededor de mi cintura. Toqué sus hombros expuestos y su piel me congeló los dedos.

—¿Tienes frío?

Sin dejar de abrazarme asintió despacio, robándome calor.

Me quité el jersey y se lo coloqué, como siempre tan descuidada olvidó su abrigo. Su piel fría se erizaba con cada toque de la brisa suave, aunque se hacía la fuerte para no quejarse.

—Gracias —susurró frotándose los brazos.

Se pegó de nuevo a mi brazo y no me soltó en todo el camino a la sala de la gran mansión.

Busqué en un cajón las malditas llaves que el abuelo Herman necesitaba. En realidad, no era mi abuelo, era el actual esposo de Clarissa, pero me acostumbré a decirle así después de que insistiera, cosa que también hacía porque sabía que le molestaba a mi abuelo biológico. Louis. Ese hijo de perra que me cae peor que una patada en las pelotas.

Gabriela se paseó por todo el lugar observando las fotos y pinturas costosas, tomándose su tiempo en cada una.

Sus pasos delicados la llevaron a una en especial que, sabía, llamaría toda su atención.

Deslizó el dedo por el marco fino del retrato y se decidió por tomarlo entre sus manos. Lo observó con la mirada intensa que ponía cada vez que algo lograba llenarla de curiosidad. Y, aunque amaba verla así, la foto que sostenía no me agradaba.

—¿Este es el hermano de tu padre?

Asentí, concentrado en escarbar cada cajón, pensando en el regaño que recibiré por no dejar todo en orden como lo encontré. No me importó, que agradezca que le estaba haciendo el favor.

—Parecen gemelos —murmuró pasando su mirada del uno al otro.

Encontré las malditas llaves y las guardé en el bolsillo de mi pantalón. Me acerqué a ella y miré la foto donde parecen muy unidos.

—Christofer le lleva tres años a Christian.




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