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Hacía cinco minutos que nos habíamos manifestado en una sala de espera tan común que parecía la de una clínica cualquiera. En aquella habitación no había nadie, excepto nosotros tres. En silencio y sin mucho que decir, de vez en cuando perdíamos la mirada en la pared color piedra o en el único cuadro que decoraba la habitación: una fotografía de un desierto enmarcado por grandes montañas baldías, igual que el páramo que custodiaban. Me sorprendía lo mucho que resplandecía de vida aquel paisaje estéril, estallando en rosas, salmones y naranjas, como si cada grano de arena fuera de un color único e irrepetible. El cielo de aquella imagen, de un azul luminoso, me recordaba dolorosamente al de la isla. Era el mismo telón de fondo que relucía tras Feyrian cada vez que nos besábamos en la playa.
Apreté los párpados con tal de borrar el recuerdo y ese tono de azul tan brillante que dolía como una astilla clavada en el corazón. Le di la espalda a la fotografía y a la memoria de un pasado demasiado reciente y penoso. El rostro de Jonás apareció en mi campo de visión. Se encontraba absorto, también, en el paisaje. «Será mejor que entable una conversación con él si pretendo dejar de sentir el dolor de la pérdida», me dije.
—¿Es normal que esperemos tanto? —le pregunté, suponiendo que él no sabría la respuesta.
Se encogió de hombros.
—El tiempo es una ilusión humana —me contestó el regente—. No existe. Así que no desesperes, vendrán cuando tengan que venir, ni tarde ni pronto.
Exasperada, bufé. Me observé los pies mientras intentaba practicar todas y cada una de las técnicas de meditación que me enseñó la Primera. «¿Cómo pueden ser tan cómodos estos zapatos de tacón?», divagué. Moví el tobillo de forma circular y de paso estudié la zona descubierta del pie. Estrecho y largo, de empeine huesudo y moreno. El bronceado de mi piel se resistía a marcharse. Otro recuerdo de la isla, de Feyrian y de los demás infinitos.
Una mano se apoyó en mi rodilla de pronto. Una mano morena también... Pero no por el sol de la isla, sino por el de Venon. Jonás me sonrió, transmitiéndome seguridad, mientras apretaba sus dedos a cada lado de mi rótula.
—Todo irá bien, no te preocupes —me tranquilizó, acompañando sus palabras con una de sus miradas más amables.
Era como si no hubiera pasado el tiempo, como si él y yo siguiéramos siendo aquel par de niños que pasaban juntos las tardes enteras. Para él nada había cambiado desde que nos besamos en el bosque de Venon, bajo la lluvia y el barro, aquel fatídico día en el que perdí tanto. Para mí, sin embargo, transmutó la vida entera.
Le agradecí su comentario en silencio mientras me estrujaba los dedos de una mano con los de la otra. Me removí en el asiento de plástico y me di cuenta por vez primera de que no estaba tan cómoda con aquel pantalón ajustado. Se me clavaba la costura en las piernas. Presentía que ya me habría dejado una línea roja vertical marcada a lo largo. «Para cuando me quite los pantalones y pueda ver la señal en mis piernas, esto ya habrá pasado», pensé satisfecha. Para entonces, ya habría conocido a los que dirigían el cotarro, a las mismas personas por las que llevábamos más de veinte minutos esperando.
Me crucé de brazos, sintiendo que la tela de la blusa era insuficiente, y mi piel comenzó a ponerse de gallina bajo el raso. El aire acondicionado me soplaba en la coronilla como un amante y, aunque el frío o el calor no podían afectarme, comencé a tiritar. Me puse de pie de golpe, sin descruzarme de brazos, y empecé a caminar por la sala desierta. Era incapaz de permanecer sentada por más tiempo. Ninguno de los dos censuró mi comportamiento, por lo que proseguí con mi taconeo al ritmo de las agujas de un reloj antiguo mientras notaba cómo me acechaban con sus miradas.
Con cada paso, los dedos de mis pies se apiñaban en la punta estrecha de mi zapato y me deleitaba con el dolor. Era gratificante volver a sentir algo tras tantos minutos de espera, tras un mes en la fortaleza, incluso después de que mi vida se parara en aquella cueva nevada donde perdí a Feyrian. Miré a Jonás de repente. Busqué algo en sus ojos, aun sin saber el qué. Quizá pretendía sentir otra cosa que no fuera dolor. Jonás me observaba a la expectativa mientras Anscar nos miraba a ambos. No hallé en su mirada aquello que rastreaba. Jonás fingía tenerlo todo bajo control, por lo que continué dando pasos por la sala, sin molestarme en disimular mi nerviosismo.
Caminé hacia la fotografía del desierto y la observé de frente, tan cerca que los colores resultaban aún más intensos. ¿Cuánto tiempo más nos harían esperar? No tenía muy claro qué sucedería a continuación ni con qué clase de personas íbamos a encontrarnos, por lo que no había podido planificar ni mínimamente la reunión. Aunque, seguramente, aquellos minutos de demora habrían tirado por tierra cualquier intento por mi parte de controlar la situación. Quizá, por aquella espera, el habitual temple de Jonás parecía haberse evaporado, por más que este intentara ocultarlo.
Mis pasos me llevaron de regreso a mi asiento entre Jonás y el regente. De vuelta a la prisión, parecían flanquearme como dos centinelas. En cuanto me senté, la mano de Jonás se posó de nuevo sobre mi rodilla, abarcando un poco más de muslo. Fue entonces cuando lo sentí. Una energía poderosa y palpable circulaba entre nuestros cuerpos, viajaba del uno al otro, inundaba nuestros organismos de forma alternativa a través de esa única zona de contacto; como si siempre hubiera estado ahí, flotando entre ambos, simplemente aguardando a que uno estableciera el contacto y el otro estuviera preparado para captarlo.
—Ada, sé que no confías en Anscar —sonó la voz de Jonás en mi cabeza—. Confía entonces en mí. No quieren hacerte daño. Te necesitan para construir una máquina, solo es eso. Cuando acaben, Anscar te dará lo que tanto deseas.
Incluso en mis pensamientos pude captar el desdén en la voz de Jonás al pronunciar la última frase. Anscar simulaba no enterarse de nada. Rebuscaba en los documentos de su maletín, sin importarle que los planos técnicos de lo que parecía la máquina que había mencionado Jonás de forma telepática quedaran totalmente al descubierto.