Agua Salada y Silencio

Capítulo I : El Costurero de Tierra

No era una doncella etérea de las que aparecen en las baladas. Mis manos no estaban hechas para acariciar arpas, sino para domar la lona. El taller de velas de mi padre era un mundo en sí mismo: un caos ordenado de rollos de tela aceitada, madejas de cáñamo, agujas curvadas como garras y el perfume penetrante de la brea. A los siete años ya sabía enhebrar una aguja; a los doce, podía coser una costura de ribera tan recta y fuerte como cualquier hombre.

Cada mañana comenzaba igual: el aroma a pan de centeno tostado que subía desde la cocina de la vecina, el sonido de las gaviotas disputándose los desperdicios en el muelle, y el roce áspero del delantal de lino contra mi vestido. Mi padre, un hombre de pocas palabras y manos anchas como palas, me esperaba ya en el taller. "La vela mayor del Veloz Aurora necesita parche", decía, o "Los Remington quieren un foque nuevo para la primavera". Su confianza en mi trabajo era su manera de amar.

Los martes y viernes, después del crepúsculo, mi amiga Lyra venía con su bordado. Mientras mis dedos trabajaban con la lona resistente, los suyos danzaban sobre lino fino, creando flores y pájaros que nunca verían el mar. "Te vas a quedar aquí para siempre, cosiendo velas para que otros se vayan", me decía, sus ojos castaños llenos de una pena que no comprendía. "¿No sueñas con algo más, Elara?"

Yo miraba mis manos, marcadas por pequeños cortes y callosidades que eran mis medallas de honor. "Cada puntada que doy es un acto de fe", le respondía. "Imagino cómo estas costuras sostendrán el vientre hinchado de una vela, cómo captarán al viento y llevarán los barcos más allá del gris de nuestro puerto". Soñaba con el mar, sí, pero no como una fuerza romántica e indómita. Para mí, el mar era el destino final de las telas que cosía, la promesa tácita de que algo de mi trabajo, algo de mí, viajaría a lugares donde el cielo fuera de un azul despiadado y no oliera a salmuera y descomposición.

Fue en ese santuario de hilos y sueños donde lo conocí. Kael.

Llegó una tarde de llovizna, con el chaquetón empapado y una sonrisa que pareció limpiar el aire cargado del taller. Era el navegante segundo de La Gaviota Temeraria, un bergantín de línea fina y nombre arrogante.

—Necesitamos un trinquete nuevo —dijo, y su voz era clara y firme, sin la rudeza de los marineros veteranos—. Uno que aguante un vendaval del sur.

Mientras mi padre medía y anotaba, Kael se quedó junto a mi banco de trabajo. No me miró con la condescendencia habitual, sino con curiosidad.

—Es un trabajo delicado —comentó, observando cómo mi mano guiaba la lona pesada bajo la presión de la aguja.

—Una costura débil puede perder un barco —respondí, sin levantar la vista, sintiendo el calor subirme a las mejillas.

Su primera visita duró menos de una hora, pero dejó su huella en el aire del taller.

Regresó una semana después, con el pretexto de revisar las medidas. Esta vez trajo un pequeño regalo: un carrete de hilo de cáñamo de una calidad superior que había conseguido en un puerto del sur. "Para las costuras de carga", dijo, colocándolo sobre mi banco. Sus dedos rozaron los míos por un instante, y un escalofrío me recorrió el brazo.

A lo largo de las siguientes semanas, sus visitas se hicieron frecuentes. Siempre tenía una razón: revisar el progreso, ajustar un pedido, consultar sobre la resistencia de una tela. Pero se quedaba. Primero unos minutos, luego media hora, hasta que una tarde de abril se sentó en el taburete frente a mí mientras la luz del atardecer teñía de oro el polvo que danzaba en el aire.

Fue entonces cuando comenzó a hablarme de verdad. De las corrientes que eran como ríos secretos en el océano, de constelaciones que guiaban en la noche más negra, de islas donde la arena era tan blanca que dolía en los ojos. Sus palabras pintaban mundos sobre la lona gris que yo cosía.

—¿Nunca has sentido que este puerto es demasiado pequeño para todo lo que llevas dentro? —me preguntó una tarde, mientras afuera la lluvia acariciaba los cristales del taller.

No supe qué responder. Solo clavé la aguja con más fuerza, temiendo que mi voz me traicionara.

Nuestros encuentros se volvieron un ritual tácito. Yo aprendí a reconocer el sonido de sus pasos en la escalera de madera, un ritmo más ligero que el de los marineros cargados de alcohol y cansancio. Él aprendió los nombres de mis herramientas, y una vez incluso intentó enhebrar una aguja, sus dedos hábiles con las cuerdas pero torpes con el hilo fino. Nos reímos, y ese sonido, tan raro en la seriedad del taller, hizo que mi padre alzara la vista desde sus cuentas con una expresión que no supe descifrar.

La verdadera transformación ocurrió el día que llegó con un mapa. No uno de esos pergaminos formales que guardaba mi padre, sino un dibujo personal, marcado con anotaciones en los márgenes.

—Esta es la ruta que tomaremos —dijo, desplegándolo sobre mi banco de trabajo—. Hacia el sur, donde las aguas son tan claras que puedes ver el fondo a veinte brazas de profundidad.

Señaló una serie de islas con nombres que susurraban como el viento: Isla del Alba, Arrecife de la Sirena, Bahía de los Suspiros.

—Aquí —dijo, su dedo deteniéndose en un punto sin nombre— las estrellas parecen tan cerca que podrías coserlas en una vela.

En ese momento, algo cambió entre nosotros. Ya no éramos la costurera y el navegante. Éramos dos cómplices frente a un mapa de posibilidades. Y yo, necia, cosía. Pero ya no cosía solo lona. En cada jareta, en cada refuerzo para La Gaviota Temeraria, yo cosía sueños. Puntada a puntada, fui tejiendo la ilusión de que ese mundo del que hablaba podía ser también el mío.



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En el texto hay: sirenas, muerte, venganza

Editado: 21.12.2025

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