Los primeros días a bordo de La Gaviota Temeraria fueron una mezcla de dulce terror y maravilla robada. Mi universo se había reducido al hueco entre los barriles y el casco, un espacio que olía a manzanas pasadas, a humedad profunda y a la resina que rezumaba de la madera. Cada vibración de la quilla al golpear una ola, cada crujido del armazón contra la presión del mar, resonaba en mis huesos. Era el latido del monstruo en cuyas entrañas me escondía.
El "dulce terror" tenía sabores y horarios. Las primeras luces del alba filtraban por las rendijas del entarimado, dibujando líneas doradas en el polvo que yo respiraba. A esa hora, con el cambio de guardia, era cuando me atrevía a estirar las piernas, entumecidas y punzantes después de horas en la misma posición. Apretaba los puños y los soltaba, imitando el movimiento de cortar hilo, un ritual para recordar quién había sido.
La "maravilla robada" eran los fragmentos de mundo que capturaba a través de una grieta en el forro del casco. Un triángulo de cielo infinito. La curva poderosa de una vela que yo había cosido, reconociendo el patrón de mis puntadas de refuerzo en la caña del mástil. Veía pies descalzos y botas pasando, escuchaba retazos de conversaciones: quejas sobre la comida, historias de puertos lejanos, salmodias mientras tiraban de las cuerdas. Aprendí los nombres: Bjorn, el cocinero, cuya tos sonaba como un serrucho; Lars, el contramaestre, con voz de roca molida; el grumete Tom, que lloraba por las noches llamando a su madre.
Pero el aislamiento era una agonía lenta. La oscuridad no era solo ausencia de luz; era una presencia que se colaba en la mente. Los sonidos se deformaban: el crujir de la madera era el barco quebrándose, el agua filtrándose era el mar que ya me reclamaba. Y el silencio era peor, porque lo llenaba con el eco de mi padre trabajando en el taller, con la risa de Lyra, con la voz de Kael prometiéndome constelaciones. Lloraba en silencio, ahogando el llanto en la manga de mi vestido, que ya olía a sal y a miedo.
La primera vez que sentí el cambio en la atmósfera fue el tercer día. Un marinero joven, de cara marcada por la viruela, se detuvo justo frente a mi escondite para ajustarse la bota. A través de las tablas, lo escuché murmurar para sí mismo: "Algo huele raro en esta bodega. No a podrido... a diferente". Su voz no era hostil, solo curiosa, pero el miedo me heló la sangre.
Poco después, comencé a captar los susurros dispersos, como las primeras gotas antes del aguacero.
"—La gallina clueca no ha puesto en dos días. Está inquieta, como si sintiera algo."
"—El viento nos viene de popa, pero la brújula tiembla como asustada."
"—Soñé con sirenas anoche. Con sus colas y sus caras de ahogadas. Es un mal presagio."
Los hombres, cuyas caras empezaba a visualizar aunque nunca las hubiera visto completas, eran un coro de supersticiones antiguas. Olían a salobre, a sudor rancio y a tabaco, y sus almas, intuía yo, olían a miedo. El miedo a lo profundo, a lo desconocido, a un Dios caprichoso y a un mar que podía tragarse sus vidas en un instante. Necesitaban una razón, un foco para ese miedo disperso.
Y entonces, un marinero viejo, al que llamaban Salty por los rastros blancos de sal en su barba, pronunció la palabra que lo condensó todo. Su voz era áspera, como una lija sobre madera verde: "En mis cuarenta años en la mar, solo una vez vi un barco llevar una hembra escondida. El Vendaval se fue a pique con todos a bordo. No es una regla, muchachos. Es una ley. La ley del mar."
Kael vino la primera noche. Escuché sus pasos, distintos por su ligereza, detenerse frente a mi escondite. Un rayo de luz de su linterna se coló por la lona. "Elara," susurró. Su voz tensa. "Come esto. Bebe poco, el agua hay que racionarla."
Sus dedos encontraron los míos en la oscuridad, dejando un mendrugo de pan duro y un odre pequeño. Por un instante, su mano cerró la mía. No era el gesto romántico de mis sueños; era rápido, nervioso, como tocando hierro caliente. Pero en mi desesperación, lo interpreté como un pacto de complicidad.
"Gracias," respiré.
"Quédate absolutamente quieta. No hagas ruido." Sus palabras no eran una preocupación, eran una orden cargada de ansiedad. Se fue tan rápido como había venido.
Volvió dos veces más. La segunda vez, su mano temblaba al pasar el agua. "Preguntan por los ruidos," masculló. No dijo quiénes. No hizo falta.
La tercera vez, ya no hubo contacto. Dejó la comida en el suelo, a medio metro de mí. "No puedo quedarme," dijo, y fue la última vez que oí mi nombre en sus labios a bordo.
Pude rastrear su derrota a través del sonido. Primero, lo escuché discutir con Lars, el contramaestre, en la cubierta baja. Su voz, al principio firme, se quebraba contra la roca de la tradición.
"—Son patrañas, Lars. El viento cambia, las gallinas se ponen cluecas. Cosas normales."
La respuesta de Lars llegó, grave e imperturbable: "El mar no conoce 'cosas normales', muchacho. Conoce el equilibrio. Un barco es un mundo cerrado. Introduce lo femenino, y introduces el caos. Lo sabes. Lo has visto en las tormentas: son femeninas, son impredecibles, son destructoras. Es la ley."
Kael intentó protestar, pero su voz perdió fuerza. La discusión murió en un gruñido.
Poco a poco, la convicción en sus pasos se apagó. Ya no venía. Yo lo veía a veces, a través de mi grieta, pasando cerca. Sus ojos, esos ojos de tormenta que me habían hechizado, ahora bajaban o se fijaban en el horizonte, nunca buscando la bodega, nunca buscándome a mí. Vi cómo el miedo, ese cáncer lento, consumía su valentía. Se unió a las conversaciones de los hombres, su risa (una vez música para mí) ahora sonaba forzada cuando se contaba un chiste grosero sobre mujeres necias. Se estaba reafirmando como uno de ellos. A costa de mí.
Editado: 21.12.2025