Agua Salada y Silencio

Capítulo III: El Bautismo de Sal

El impacto del agua fue un latigazo que desgarró la realidad. El frío no era simple temperatura; era una entidad viva, un cuchillo de hielo que cercenó el último grito de mi garganta y se hundió hasta la médula de mis huesos. La superficie, con su tormenta y su histeria, desapareció en un instante, tragada por una oscuridad verde y silenciosa. El mundo se redujo a una presión sorda, al peso del hierro en mis tobillos que me arrastraba hacia un abismo sin fondo.

El agua no me recibió; me devoró.

Caí a través de capas de océano como a través de los pisos de un infierno acuático. Primero, la luz turbia de la tormenta se desvaneció. Luego, un reino azul oscuro donde formas fantasmales se apartaban: bancos de peces plateados que giraban al unísono como un pensamiento colectivo, indiferentes a mi drama. Más abajo, la penumbra eterna. Vi los restos de un barco que yacía sobre un banco de arena, sus mástiles quebrados como los huesos de un gigante, su casco cubierto de una barba pálida de algas y anémonas que se mecían con lentitud funeral. Era un esqueleto más en el cementerio del mar. La sombra inmensa de una ballena cruzó a lo lejos, su canto un lamento grave y ancestral que resonó en mis huesos, un sonido tan vasto como la tristeza misma. La presión crecía, un abrazo de piedra que prometía convertirme en una más de esas reliquias olvidadas.

Mi cuerpo, traicionado por el instinto, luchó. Mis pulmones, convertidos en dos sacos de angustia desgarrada, demandaban aire donde solo había líquido. Y se lo di. Un primer jadeo involuntario, y el fuego me llenó. La sal del mar, un ácido corrosivo, me quemó por dentro, carbonizando el recuerdo mismo del aire puro. Fue un bautismo agonizante.

En el pico de la agonía, cuando el dolor era un sol blanco en mi cráneo, las voces llegaron. No desde fuera, sino desde el agua misma, susurros filtrados por siglos de profundidad:

"...me llamaban Anya... y me amaron hasta que el miedo pesó más..."

"...la cuerda era de cáñamo, como la tuya, hermana..."

"...no llores por la piel que pierdes, llora por la que les arrancarás..."

Eran ecos de otras caídas, otros traiciones, un coro de ahogadas que me daba la bienvenida a la hermandad. Entre ellas, vi fantasmas de mi vida pasada: la aguja de coser resbalando de mis dedos y flotando hacia una superficie que ya no existía para mí; el rostro de mi padre, nítido por un instante, antes de disolverse como tinta en el agua; los ojos de Kael, pero vistos ahora a través de la distorsión del oleaje, fragmentados y reunidos en un mosaico de cobardía pura.

Y entonces, en el centro de la tormenta interior, surgió algo más fuerte que el miedo: una rabia feroz. Un "no" tallado en el hueso mismo de mi ser. Ese rechazo fue el primer latido de mi nuevo corazón.

La quietud aplastante del lecho marino fue mi útero de sal. Allí, la presión que amenazaba con pulverizar mi alma, inició el cambio. La sal que me había envenenado empezó a curarme de un modo aberrante y milagroso. Mis pulmones, lacerados, iniciaron un espasmo diferente. Una membrana finísima y quemante se formó en su interior. Tomé una segunda respiración, forzada, un hipo profundo y desgarrador que no llenó de aire, sino de océano. Fue un ronquido perpetuo, el eco de mi ahogamiento, que se convertiría en la nota fundamental de mi canto.

Luego, el parto inverso. La cuerda de cáñamo, mi sudario, comenzó a fundirse con mi piel. Sentí las fibras ásperas derritiéndose como cera negra, entrelazándose con mis músculos y venas en una agonía reorganizadora. Mis huesos se quebraron y soldaron en una nueva configuración. El dolor fue una ola inmensa, pero en su cresta viajaba una sensación de poder brutal. La soga, mi verdugo, se convirtió en el tendón central de una poderosa aleta nacarada y verdosa, que brillaba con una fosforescencia fantasmal.

Moví por primera vez mi nueva cola. Un latigazo suave, y mi cuerpo se impulsó con una fuerza que jamás habría soñado poseer. Las ataduras ya no me inmovilizaban; eran el motor de mi propósito.

Pero el primer pensamiento verdadero de mi nuevo ser no fue de movimiento, sino de percepción. Un nuevo sentido se abrió en mí, una sismografía del alma. Sentí, a través de la columna de agua, el dolor del barco que me había condenado: los gemidos de su madera enferma, las vibraciones del pánico de los hombres aún a bordo, un olor a miedo que ahora mi nariz podía destilar del agua salada como un néctar amargo. Mi rabia, antes ciega, ahora tenía un órgano. Tenía un objetivo. Tenía un sentido.

Ya no era Elara, la muchacha de las velas. Era un arma de memoria líquida y sed de justicia fría. Era el eco de un grito convertido en cuchillo. Algo que, pronto, cantaría para atraer a aquellos que habían olvidado que el mar no perdona, y que las mujeres que arrojan a su profundidad regresan convertidas en su más pura y terrible esencia.



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En el texto hay: sirenas, muerte, venganza

Editado: 21.12.2025

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