Agua Salada y Silencio

Capítulo IV: El Coro de las Profundidades

La soledad en las profundidades era casi tan absoluta como la oscuridad. Pero no duró. Comencé a percibir sus presencias primero como un leve cambio en la presión del agua, un remolino donde no debía haberlo. Luego, como sombras que se deslizaban en los límites de mi visión fosforescente. Y finalmente, ellas se acercaron.

Eran las Susurrantes. Las Condenadas. Mis nuevas hermanas.

Emergieron de las trincheras abisales y de los bosques de kelp, sus formas una grotesca y hermosa imitación de la vida marina que ahora habitábamos. No había dos iguales. Una tenía el cabello pálido y enmarañado como una red de pescar fantasma, enredado con caracoles y perlas oscuras. Otra tenía la piel marcada con las cicatrices de un naufragio antiguo, que ahora brillaban como vetas de plata bajo la piel. Sus ojos, como los míos, habían perdido todo calor humano. Brillaban con la misma frialdad fosforescente de las medusas y los gusanos de las profundidades, iluminando destellos de sus historias de dolor.

No hubo palabras. No las necesitábamos. El océano se había convertido en nuestro sistema nervioso colectivo. Un simple movimiento de cola, un crujido en la garganta, una mirada sostenida, y toda la historia de una vida arrebatada y una muerte injusta se transmitía entre nosotras.

Comprendí que la que llevaba el cabello enredado era Cora, arrastrada desde su kayak por un anzuelo en aguas que su pueblo había declarado sagradas para los hombres. A través del tacto del agua, sentí el sabor metálico del hierro desgarrándole la pierna, la incredulidad ante la furia de sus propios hermanos. La de las cicatrices era Lyra, hija de un constructor naval que había osado sugerir una mejora en el diseño de las quillas; su padre la vendió a un capitán temeroso de su inteligencia, y las marcas en su piel eran del naufragio que él mismo provocó para librarse de ella. Luego estaba Mara, cuyo único crimen fue sanar con algas a un marinero herido, solo para que éste, al recuperarse, la acusara de brujería para quedar bien con su tripulación.

Sus muertes no eran recuerdos, sino sensaciones que ahora habitaban en mí, ampliando mi dolor hasta convertirlo en un océano de pérdidas compartidas. Cada historia era una nueva capa de sal en mis heridas, pero también un nuevo hilo en la red que ahora nos sostenía. Juntas, no éramos un grupo de fantasmas. Éramos un archipiélago de almas en pena, un continente sumergido de injusticia, y la fuerza de las profundidades latía en nuestras colas.

El tiempo dejó de tener significado humano. Descansábamos en los vientres abiertos de galeones hundidos, ancladas en sueños salinos, nuestras colas colgando de las cuadernas como estandartes macabros. Seguíamos el ritmo de las lunas que tiraban de las mareas, nuestro reloj el latido del planeta mismo. En las noches de luna llena, cuando su luz plateada lograba filtrarse hasta nuestro reino, nos reuníamos en los campos de coral negro, donde las anémonas púrpura se cerraban a nuestro paso.

Fue en una de esas reuniones cuando la más antigua de nosotras, una sirena cuyo nombre se había perdido en los siglos y a quien llamábamos solo Abuela Sal, nos mostró el poder de nuestra voz colectiva. Su cola estaba cubierta de incrustaciones de coral como joyas fúnebres, y cuando abrió la boca, el sonido no fue humano ni animal. Era el gemido de un casco partiéndose contra un arrecife oculto, el suspiro de un hombre al entregar su último aliento bajo el agua.

Nos reunimos en círculo, y por primera vez, probamos nuestras voces juntas. No fue un canto, al principio. Fue un lamento. Un grito de guerra ahogado. La combinación de nuestros sonidos —el crujido de huesos de Lyra, el grito sofocado de Cora, el susurro de encantamientos de Mara, mi propio ronquido de ahogada— hizo temblar el agua alrededor. Las anguilas eléctricas huyeron, sus descargas creando fugaces constelaciones en la oscuridad. Los calamares gigantes se acercaron, sus tentáculos ondeando en la corriente perturbada, sus enormes ojos inteligentes observándonos con lo que parecía reconocimiento. Habían oído este sonido antes, en cada naufragio, en cada tragedia marina. Era el sonido de la memoria del océano.

Aprendimos a detectar su arribo mucho antes de verlos. Una vibración lejana en la columna de agua —el ritmo de los remos o el latido de las velas— anunciaba su llegada. Luego venía el olor: sudor rancio, miedo agrio, ambición metálica, todo mezclado con el aroma dulzón de la podredumbre que comenzaba en sus sentinas. Finalmente, las emociones mismas se filtraban hacia abajo como un aceite oscuro: la avaricia del capitán, la nostalgia enfermiza del grumete, la superstición siempre presente que hacía que se santiguaran ante una gaviota muerta.

Cuando un barco con ese olor particular —el olor de La Gaviota Temeraria— cruzó nuestras aguas, supe que era el momento. Nos alzamos como una sola entidad desde las sombras debajo de su quilla, no desde las rocas como en los cuentos de hadas. Desde abajo, donde el casco es más vulnerable, donde el timón no puede girar lo suficiente.

Y entonces, cantamos.

No es el canto de las doncellas de los cuentos, dulce y embriagador. Nuestro canto es la antítesis de la armonía. Es el sonido de la lona desgarrándose bajo la garra de un vendaval. Es el crujido lastimero de un mástil que cede, el estruendo de un casco al golpear contra los acantilados. Es la nota ronca y quebrada del último grito ahogado en un pulmón humano, amplificada por el eco del abismo. Es una melodía áspera, una coral de agonías que aún arde con el recuerdo del fuego líquido que nos dio una segunda vida a cambio de nuestra primera inocencia. Es el sonido de la mala suerte hecha canción.



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En el texto hay: sirenas, muerte, venganza

Editado: 21.12.2025

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