Las semanas pasaron, y ojalá con ellas hubieran pasado las angustias, la depresión y todo el lastre que me perseguía. Ya había transcurrido el periodo en el cual el “doctor” clandestino había dicho a mi papá que podía deshacerse del producto y por esa razón canté victoria, pero no demasiado tiempo, porque el día que mi padre se enteró de ello entró eufórico a casa y ordenó a mi madre que me informara (porque él seguía sin dirigirme la palabra) que me preparara porque ese mismo fin de semana se llevaría a cabo el tan peligroso proceso, sin importar si estaba de acuerdo o no. Cuando la notificación llegó a mis oídos, me quedé helada, mi cuerpo entró en alerta y casi listo para correr en aquel instante, pero no lo hice.
Estando sola en mi habitación ahora si sabía que tenía que tomar una decisión porque no había más tiempo, la fecha se había expirado y había que poner manos a la obra. Sopesé las diferentes opciones que tuve frente de mí, realmente no podía ver con claridad, pero me puse unos anteojos mentales para que mi visión espiritual no se cegara y poder tomar acción y no quedarme paralizada en medio del huracán en lugar de correr. Comparé los pros y los contras, y con base en eso me costó mucho tomar una decisión, pero ya había tomado la primera: iba a tener al bebé que mi vientre ya había acunado por demasiado tiempo, y si soy honesta, no sabía si lo hacía por él o por mí, porque al quitarlo ahora de mí, sería mortal no sólo para él, sino para ambos. Ahora la cuestión era; cuál sería el siguiente paso, porque mi padre ya me había dejado claro que no pensaba tolerar a ese pequeño ser dentro de su casa, y en cuanto el plazo se cumpliera supuse que me echaría a la calle con todo y niño, sin miramientos y compasión alguna.