Dos años después, nada fue demasiado diferente. Bella era más popular, y yo era más invisible.
No, sí había un cambio radical, pues sentía algo distinto en mí. Llegué a esa etapa donde los chicos ya no eran un nido de suciedad. Me gustaba alguien, y ese alguien tenía nombre, y ese nombre era Matías.
Para una niña de casi 12 años, ver a un chico muy guapo que juega fútbol es un interruptor inmediato de mariposas que, a pesar de ser algo apresuradas, eran totalmente normales. Por eso el sentimiento siguió creciendo, al punto de que mi mente solo se dedicaba a pensar en él, en lugar de prestarle atención a la clase de historia. Puede que por eso mismo estuve a punto de no pasar la asignatura ese año.
Yo espiaba a Matías desde las gradas cuando jugaban algún partido. También durante la comida, en el salón, en los pasillos; resumiendo el asunto: en todas partes. No había un día en que no me escondiera disimuladamente para mirarlo a lo lejos y saber qué hacía. Siempre desde la distancia, nunca como una persona normal que se acerca a conversar.
Era inevitable y muy tortuoso. ¿Por qué? Por Liz.
¿Que quién era Liz? Pues la otra causa de mis anhelos de ser alguien más.
Ella no tenía la vida de Bella, pero era vecina de Matías, por lo que se iban juntos y eran muy amigos. ¿Competencia? No, no existen competencias amorosas a esa edad, al menos no de manera seria, pero así lo veía. Como si él fuera el premio que yo quería ganar.
¡Solo era una niña! Tantas cosas que pude hacer y gasté mi tiempo teniendo celos sobre alguien que en realidad no conocía, y que tampoco me conocía a mí.
Mi pequeño cuerpo se llenaba de cosas malas, cuando solo debía ser feliz y disfrutar de una etapa libre de preocupaciones o responsabilidades más que estudiar y ordenar mi cuarto una vez por semana.
Allí empezó, poco a poco, mi transición a todas las cosas que un día me derrumbaron.
Y, porsupuesto, yo no supe detenerme. De haber sido así no escribiría todo esto.