Ese fin de semana estuve haciendo una remodelación a mi guardarropa. Mi plan no era vestirme como una niña o una adulta, sino como una joven que quería tener estilo. Debía cambiar mi forma de vestir de una buena vez.
Ya no solo usaría camisas y jeans, ahora podría combinarlas o inventar algo nuevo; había muchas posibilidades.
¿Saben qué formó eso en mí? Formó un amor por la ropa y la moda. El ver cómo podía combinar prendas simples y volverlas más estilizadas me emocionó tanto que hasta pensé en cortarlas y coser algo nuevo.
Pero había un pequeño problema: Yo no sabía hacerlo.
—Quiero entrar en un curso de costura —dije a la hora de la cena.
—¡Eso es asombroso! —exclamó mi mamá sonriendo. Tal vez era por mi petición o por el hecho de que no le hablara con tanta amargura, ya que el tema era importante. Al menos para mí lo era.
—No creo que tengamos dinero para pagar un buen curso de costura —comentó mi papá metiéndose una cucharada de avena a la boca.
—Puede ser uno poco costoso, solo quiero aprender y ya —contesté haciendo lo mismo.
—Estoy segura de que podemos encontrar uno gratis, o que al menos no cueste mucho —mi madre me dio las esperanzas necesarias.
—Gracias —y volví a comer callada y seria.
Tenía unas ganas gigantes de crear algo nuevo con mi ropa vieja. Recuerdo de forma muy clara cómo se sentía pensar en mí con una máquina de coser, confeccionando una falda o, tal vez, un vestido. Era increíble el solo hecho de imaginarlo.
Una de las mejores cosas que puedo sacar de esa etapa de mi vida.