Sí, los quince años de Stella fueron sensacionales, pero jamás estuve tan entusiasmada cómo cuando me di cuenta de que faltaba poco tiempo para los míos.
Aunque nuestra situación económica había mejorado, no era suficiente como para hacer una fiesta al estilo de Stella, pero sí para una decente. Mi mamá jamás pudo tener una, pues para sus papás era tonto; al ver que yo estaba emocionada por la mía no dudo en apoyarme. Mi papá, por otro lado, hacía lo contrario.
—¿Quieres un teléfono y, además, una fiesta? —preguntó él con apariencia algo molesta—, es una cosa o la otra.
—Cariño, nunca pide nada costoso, y su comportamiento ha mejorado, déjala tener su fiesta y su regalo —le tranquilizaba mi mamá. Yo estaba algo asustada. Mi papá, cuando se enojaba, era todo menos convencible.
—¡Entonces trae tú el dinero! —levantó la voz, molesto—, ¡Trabajo hasta el cansancio todos los días manejando un auto por horas y ustedes piensan gastar la miseria que tenemos en una inútil fiesta! —nos gritó a ambas, que lo mirábamos sin decir nada.
—Papá... ¿Un auto? Pero tú trabajas en... —me interrumpió.
—¡Me despidieron! Encontraron a otro tonto que servía más que yo, y ahora soy un taxista.
—No tienes por qué gritar —le dijo mi mamá con voz calmada pero firme.
—Esta es mi casa y haré lo que yo quiera —gruñó—. ¡No habrá fiesta! —Me miró directamente—, y si insisten, tampoco habrá celular —dicho esto se retiró sin más. Luego de unos segundos escuchamos que la puerta de su oficina se cerró de golpe, causando un ruido fuerte.
Yo me contuve de llorar frente a mi mamá, teniendo una mirada inexpresiva. Ella tenía los ojos algo aguados.
—Ven, princesa, vamos a cenar —y eso hicimos, en silencio y sin mi papá. No mencionamos nada durante esos minutos.
Subí a mi habitación y allí fue donde me puse a llorar. ¿Qué le había pasado a mi papá? ¿Qué sucedió con el hombre amoroso que antes de gritar usaba siempre unas palabras calmadas? Llevaba mucho tiempo sin verlo.
El trabajo y mis actitudes lo habían cambiado.
No pude dormir bien, sólo estaba acostada en mi cama con la luz apagada mirando a la pared de mi cuarto, que tenía colgadas otras fotos familiares. No podía verlas, pero allí estaban sus siluetas.
Eran las doce de la madrugada, según mi reloj, cuando la puerta del cuarto se abrió. Esa puerta jamás se abría luego de las diez de la noche.
—Agnes... —la única persona que nunca me llamó Ally fue él.
—Vete.
Se cerró la puerta, pero no se fue. Escuché sus pasos acercándose a la cama, para luego acostarse en ella. Estaba mirando hacia arriba. Yo no quería verlo, aunque de todas formas no podía hacerlo por la falta de iluminación.
—¿Recuerdas cuando tenías ocho años y yo me acostaba contigo en esta cama porque tenías miedo de que algún monstruo te asustara? —preguntó.
—Sí, ¿y con eso qué? —respondí indiferente.
—Siento que ahora yo soy el monstruo —suspiró luego de unos segundos de silencio. Yo no hablé—. ¿No dirás nada?
El vacío contestó su pregunta.
—Bueno. Hace un tiempo me despidieron de mi trabajo. La única opción que encontré fue ser taxista, pero, claramente, eso no genera demasiado dinero, no como para llenar a tu mamá y a ti con las cosas que quiero que tengan —calló unos segundos y continuó—. No quería decírtelo para que no te avergonzaras de mí, así que no lo hice —volvió a quedar en silencio, tal vez esperando una intervención, luego siguió—. Eso, junto con la actitud que habías tomado, me estresó mucho, y creo que no me comporté de la manera correcta hoy —se acercó más a mí—. ¿Podrías perdonarme por ser un mal padre?
Él no era un mal padre, él no me avergonzaba por ser taxista, y yo lo amaba. En ese momento me sentí sorprendida por la manera en la que mi papá me había hablado. Jamás se había vulnerabilizado de esa manera.
—Tú eres el mejor —confesé para luego voltearme y poner mi cabeza en su pecho.
Él me abrazó y besó mi frente.
—No el mejor —aceptó—. Agnes, no es que no quiera hacerte la fiesta y darte tu regalo, es que no sé si pueda hacerlo. Los quince años siempre son muy caros y...
—Sólo quiero una fiesta normal —le interrumpí—, mi familia, mis amigas y ya. No tiene que ser nada del otro mundo.
—Algo del otro mundo es lo que quisiera darte.
—No lo necesito —lo quería, quería una fiesta descomunal como la de Bella.
Pero no la necesitaba.
Y hasta allí llegó la conversación. Los dos nos dormimos abrazados, como cuando yo tenía ocho y me daban miedo los monstruos; él me protegía de la nada. Ahora ya no había monstruos, pero él seguía allí, protegiéndome de todo.
Fue un gran padre...