Es hora de contar lo que en realidad es importante, lo que le dio sentido a toda esta historia:
El día en que dejé de cometer errores, al menos de ese calibre.
Pero, claro, antes de pasar a ese día, ocurrieron cosas que se deben saber, que son necesarias de contar. La primera de ellas fue el momento en el que mis padres se dieron cuenta de que mi peso no era para nada el adecuado.
Habían pasado unos siete meses desde que decidí dejar de comer como siempre lo hacía, y mi delgadez pasó de ser notable a preocupante. De alguna manera, yo sabía que estaba mal, porque trataba de ocultárselo a mis padres. Me di la tarea de usar ropa que me quedara algo holgada, y que no se vieran mis brazos ni piernas, todo para que no notaran que, si bien no estaba en los huesos, hacía allí me encaminaba.
Lo que no era fácil era fingir que estaba al 100%, pues la falta de comida y de nutrientes me pegaba de vez en cuando. Me mareaba con facilidad, me dolía la cabeza constantemente. Esos síntomas no podían cubrirse con ropa, por suerte mi cuerpo sí.
Todo sale a la luz tarde o temprano, ¿no?
—Cariño, Agnes está demasiado delgada —dijo mi papá al verme con mi pijama sin mangas en la mañana. Yo contaba con que ellos despertarían más tarde, cosa que no hicieron. Ambos estaban ahí, frente a mí, horrorizados.
—¡Dios mío!, ¿Por qué estás tan flaca? —preguntó mi mamá sorprendida y espantada.
—Estoy... igual —respondí tratando de verme natural—. Solo he bajado un poco de peso, eso es todo.
Ellos se acercaron hasta mí y me observaron de pies a cabeza. Sus expresiones eran confusas.
—Agnes, ¿qué sucede? Dinos la verdad —me miró serio mi papá.
Estaba en una situación difícil. Era decirles o decirles; sin embargo ¿qué les diría? ¿"¿Papá, quiero ser como Bella"? Explotarían.
—Yo sólo he dejado de comer... un poco —respondí lentamente mirando al suelo.
—¿Qué? ¿Desde cuándo? —preguntó mi mamá levantando la voz.
—Desde hace unos meses. Descuida, estoy igual, no he cambiado —tartamudeé un poco.
—¿Que no has cambiado? ¡Estás demasiado delgada! Eso es peligroso, Agnes, ¿cómo se te ocurrió algo tan tonto? —mi mamá lucía frustrada. Yo, por otro lado, me enojé.
—¿Tonto? ¡No es tonto! ¡Quiero ser como ellas! —se me escapó. Ella me miró sorprendida para luego llevar su mano a su boca.
Y sólo esa frase desató el desastre de nuevo. Mis padres no solo sabían mis planes de adelgazar, sino que también sabían por qué lo hacía.
—¿Cómo quiénes? —Mi papá estaba muy molesto—, ¿quién rayos te está haciendo hacer esto?
—Nadie —dije frunciendo el ceño—, nadie lo hace. Yo quiero ser delgada y lo estoy logrando. ¡Déjenme en paz!
—No, esto acaba aquí —ordenó él—. Tú vuelves a faltar a una sola comida y estarás en serios...
—¡No! —le grité—, ¡No voy a comer para volverme gorda y horrible! ¡No lo haré!
Ahora era mi papá era el que tenía una cara de sorpresa absoluta. Nadie espera que su pequeña de quince años le grite semejante cosa. Mi madre estaba llorando y no hablaba, sólo miraba a su esposo y a mí, ahora con las dos manos sobre su boca. Pude ver en el rostro de ambos tantos sentimientos que no era posible definir lo que sentían con uno solo: tristeza, decepción, dolor, confusión, enojo... todo malo, todo negativo, todo gracias a mí.
Entonces mi papá formuló una oración tan dura que me rompió el corazón en mil pedazos.
—¿Qué estoy haciendo mal?