Sin importar cuánto peleamos —en un tono tranquilo y sereno, pero peleamos—, mi tía ganó y no tuve más que ir. Tenía razón, tenía que ir, por más que no quisiese.
En el cementerio había un salón pequeño donde toda la familia y amigos —o al menos los que pudieron ir— se reunieron para velar a mi padre. Al final y al centro estaba el ataúd de mi padre, que todos veían uno a uno, menos yo.
Mi mamá estaba unas sillas más al lado siendo consolada por mi abuela, su madre, y yo sólo miraba al suelo junto a Víctor, que no se apartó de mí. Loren no pudo venir con nosotros, ya que el cementerio quedaba casi a las afueras de la ciudad, mas me prometió que me visitaría más tarde.
Yo seguía casi paralizada. No podía escuchar bien lo que otros me decían, respondía automáticamente ante las preguntas preocupadas de mis familiares, de vez en cuando entraba en un trance del que solo me sacaba la siguiente persona que me dijese algo. Así pasaron las horas.
Llegó el momento de enterrar la urna, así que todos salimos y cuatro hombres la llevaron al lugar donde sería puesta. Algunos familiares dieron unas palabras como homenaje al hombre que fue mi padre, y yo sólo escuchaba callada hasta que me tocó a mí. Mi tía me lo pidió para, de alguna forma, tranquilizar a mi madre con mi propia tranquilidad. Y yo accedí porque, para ser sincera, no entendía nada de lo que me rodeaba.
Las personas me miraban, tristes, apagadas, sintiendo obvia lastima por la joven que había perdido a su padre. Yo, con ojos llorosos y mirada inexpresiva, ni siquiera sentí vergüenza de hablar en público, como siempre solía tener. Eso era un sueño, solo un mal sueño. ¿Verdad?
—Mi padre fue... —comencé, levantando un poco la vista. Mi mirada se desvió de inmediato al ataúd que tenía a pocos metros, aún abierta. Fue la última vez que vi a mi padre.
No pude decir más nada, pues las lágrimas llenaron mis ojos. El impacto golpeó mi pecho tan fuerte como lo hizo el auto que causo su muerte. Sentí que Víctor tomó mi mano, pero la aparté y salí corriendo en dirección al salón de nuevo.
No podía ser, no podía ser, era imposible. ¡Si lo había visto hace 24 horas nada más! ¿Cómo en ese lapso alguien puede simplemente desaparecer?
Cuando llegué ya tenía la cara cubierta de lágrimas. Intenté respirar y tranquilizarme, pero mis piernas flaquearon y terminé de rodillas, en el frío suelo, con ambas manos sintiendo mi corazón acelerarse por la desesperación.
—No, no, no, por favor —supliqué—. Esto no puede ser cierto, por favor.
Esperaba que, mágicamente, un ángel descendiera del cielo y reviviera a mi padre, pero ese tipo de cosas no iban a suceder.
Todo mi cuerpo estaba algo tembloroso, no paraba de llorar, mi respiración estaba agitada, mi labio temblaba. Jamás había sentido tanto dolor antes.
Alguien se sentó a mi lado, no tuve que verlo para saber que era Víctor. No me tocó, ni me habló, y no hizo nada, solo se quedó allí escuchando mis sollozos.
—¿Por qué? ¿Por qué permitió que sucediera esto? —pregunté a Víctor, o a nadie en específico. Pero fue lo primero que me atreví a confesar—. Se supone que Él es bueno, y que quiere nuestro bien, ¿por qué dejó que pasara? ¡¿Por qué!?
—No lo sé —respondió, para luego sorberse la nariz. También lloraba.
—Yo le prometí que sería una mejor hija, ¿por qué no pudo salvarlo? —no miraba a ningún lado, sólo cerré mis ojos y vi la película de momentos que viví con mi papá—. ¡Fue horrible por mucho tiempo! ¡No tuve la oportunidad de ser una mejor hija, de regresarle todo lo que me dio! ¿Por qué? —sollocé destrozada.
—No lo sé —repitió con un tono de voz bajo.
Pasaron un par de minutos para que mi cuerpo se calmase, por más que las lágrimas salían sin cesar.
—Quiero irme —pedí—. No quiero estar aquí.
Él sugirió que sus padres nos llevaran a mi casa; sin embargo, yo no quería ir allí tampoco, por nada del mundo quería volver a una casa sin un padre. Víctor me dejó sola para ir a hablar con mi tía, y tardó lo suficiente como para sentirme absolutamente sola no en el salón, sino en el mundo.
A mi tía no le agradaba la idea, pero ya tenía bastante con mi madre que, por mucho, estaba peor que yo. Por ello, los padres de Víctor la tranquilizaron haciéndose responsables de mí por ese día, o por los que hiciesen falta. Solo así, mi tía se sintió en paz por mí y me dejó ir con ellos.
Terminé en la parte de atrás del auto acostada en las piernas de Víctor. Seguía llorando a mares y soltando uno que otro sollozo. Él trataba de calmarme mientras acariciaba mi cabello. Le pedí que dejara de hacer eso, ya que me recordó a lo que hacía mi papá para que yo durmiera cuando era más pequeña-
Ya en la casa de Víctor, sus padres hicieron la cena. Yo me quedé sentada en el sillón con él a mi lado. Todo seguía sin tener sentido, pero el dolor era evidente ahora.
—No puedo creer que no esté —dije tartamudeando de tanto llorar.
—No pienses en eso —tomó mi mano. Sentí su apoyo y su compañía.
—Es que no sé qué haré ahora —comencé a llorar de nuevo, esta vez recostada en su pecho—. Víctor, se fue para siempre, me dejó, y no hay nada que pueda hacer. Ya no tengo padre.
Él no respondió. ¿Qué podía decirle a alguien que acababa de perder al hombre más importante de su vida? Nada. Hizo lo correcto: hacer silencio y estar ahí.
La madre de Víctor me preparó el cuarto de Dayana, el cual no había cambiado mucho desde la última vez que estuve ahí. También me dio un pijama de su hija, el cual me puse solo para acostarme y seguir llorando.
Me sentía extremadamente sola, a pesar de que en el cuarto de al frente estaban los padres de Víctor con la puerta abierta para asistirme en lo que necesitara.
Víctor sólo fue hasta mí para darme las buenas noches y un corto abrazo, pero luego no existía nada más que la soledad.
No podía dormir, cada vez que cerraba los ojos veía a mi padre en ese ataúd, dormido para siempre. Luego de varios intentos me resigné a no dormir. La oscuridad mezclada con la luz del pasillo me alumbraba lo suficiente como para ver que en el reloj de pared marcaban las dos de la mañana.