Habían pasado muchos veranos desde que no sentía una brisa como aquella, me pareció hasta agradable, era como si el aire fresco del mediodía me acariciara la piel, agradecí mentalmente que las nubes hubieran ocultado el fuerte brillo del sol durante un tiempo; así daba gusto estar en la terraza.
Me acerqué la taza que había apoyado en la barandilla que necesitaba un repaso de pintura a los labios y le di un trago al té que una vez estuvo caliente, pero que ahora, empezaba a volverse tibio.
A veces me sigo sintiendo como si fuera el adolescente de hace años, buscando de bar en bar algo, quizá un buen infierno, quizá el cielo.
En mi defensa diré que ver el azul desteñido del cielo nunca me ha sentado bien, me pongo profundo, o quizá estúpido, pero no puedo negar que me gusta martirizarme a mi mismo con preguntas que nunca podré responder, ver como todo lo que creías se quiebra ante ti, porque…¿Qué puede hacer uno cuando todo lo que una vez defendió resultó ser una cruel mentira? Si fui todas mis ideas y todos mis pensamientos, entonces fui una mentira. Creía que la gente no paraba de cambiar, ese era mi lema para excusarme en el amor y sin embargo, ahí me encontraba yo; el mismo ático demasiado pequeño del primer curro que pillé, la misma taza que se le rompió el asa y el mismo grupo de fondo, Oasis con su Champange supernova. Y a pesar de todos los años, sigo siendo el mismo, quizá la gente no cambia tanto.
Un pitido me sacó de mis pensamientos, era el portero, demasiado tarde como para no haber soltado la taza como un acto reflejo, di un respingo por el impacto que dio contra el suelo.
—Mierda —mascullé.
Di un giro sobre mis talones, y me metí dentro, dirigiéndome al telefonillo blanco, no sin antes zigzaguear por las camisetas y paquetes de cigarrillos que tenía en el suelo.
—¿Sí? —pregunté al descolgar de forma autómata.
—Buenos días, ¿Paul Bellet? —preguntó una voz femenina un tanto tosca.
Parecía un pregunta retórica, como si tuviera súper claro con quien trataba, hacía tiempo que no traía a mujeres a mi apartamento por lo que me asusté.
—¿Quién lo pregunta? —refuté
Oí algo parecido a un soplido al otro lado.
—Correos, ha recibido un paquete.
Fruncí el ceño aunque la señora no pudo verme y apreté el botón azul para abrirle la puerta del portal, definitivamente esta última semana no había comprado nada por Internet, ni siquiera hacía un mes, al menos, nada que tuviera que venirme en formato físico, y mi cumpleaños no andaba cerca, mientras me encontraba pensando que podría ser vi mi reflejo en el pequeño espejo del recibidor. Tenía las pintas de un mendigo o un estudiante que se había pasado toda la noche en vela, con la diferencia de que yo hacía años que no pisaba la universidad, sin moverme, estiré el brazo para abrir el armario (ventajas del ático diminuto) y me hice con una sudadera ancha negra que me puse encima de los calzoncillos, en el mismo momento que picaban a la puerta.
Me hice el remolón para abrirla, mientras que acompañaba mi primera aparición con un bostezo, ya me jodería llevar rato levantado y aparecer con las pintas que llevaba así que mejor parecer recién levantado.
La mujer que se encontró con mis pintas de mendigo iba con el uniforme amarillo y negro correspondiente, tenía el pelo corto de un rojo notablemente artificial, casi tirándomelo me dio un pequeño sobre, más pequeño incluso que una carta, iba a mirar la parte de atrás para ver el remitente pero lo había cogido al vuelo y tan mal que se me cayó, hice la primera sentadilla del día intentando volver a recuperarlo, me sentí ridículo pero al volver a enderezarme la señora no me juzgó con la mirada, simplemente seguía ahí, masticando su chicle.
—Bueno…gracias —balbuceé confundido sin saber como salir de esa situación.
Iba a cerrar la puerta pero la señora puso un pie en el marco impidiéndome precisamente cerrarla y encasquetándome unos papeles.
—Firme —me ordenó.
Sin muchas ganas de hacer preguntas hice lo que me pidió para devolverle sus papeles y que siguiera con su reparto y yo pudiera adivinar cual era el mío, nada más acabar ella quitó su pie y yo pude cerrar la dichosa puerta.
Lo único que hice fue girarme y apoyando mi espalda en la puerta abrí el mini-sobre, ya sin importarme en comprobar el remitente.
Lo abrí fatal, básicamente se rompió, un hueco fue lo que conseguí hacer, coloqué mi otra mano y di un golpe al sobrecito del que cayó un pendrive, uno simple y gris.
Confundido miré finalmente el remitente.
No sabría explicar todo lo que sentí en ese momento, era como cuando crees firmemente que has superado algo, que lo has conseguido olvidar, pero el mundo, de una forma cruel y mezquina, te recuerda con burla que no es así, que no eres tan fuerte como creíste, que el amor, una vez que te llega, te vuelve vulnerable, y da igual cuanto tiempo pase, abrá algo, quizá una palabra, un nombre, o una canción, que te hará evocarlo, porque una vez que lo vives, formará parte de ti, y no se irá nunca completamente.