Ahora Que Es Verano

Cuatro

Tener un coche en una ciudad tan grande debía de ser más complejo de lo que parecía, estaba tan acostumbrada a mi barrio en la periferia de mi ciudad que nunca me había planteado como debía ser aquel infierno de encontrar un sitio para aparcar si no se tenía garaje en los pisos, que por lo que veía escaseaban. No había muchos con esa comodidad.

Dejamos a Penny en La Sagrera, una zona que se encontraba por el barrio del Clot, una barriada tranquila para pasear y sin mucho turista, de ahí que fuera gratis aparcar, pero nos quedaba lejos del centro y del piso en sí, que traducido a tiempo era caminar tres kilómetros aproximadamente hasta llegar al piso.

Si a eso le sumábamos el cansancio que provocaba el vuelo, a mitad del camino ya le estaba cediendo a Oscar mi maleta para repartir el peso entre los dos, y por lo menos, dejar de jadear como si fuera un perro.

A pesar de lo bien que me defendía en algunas calles era por investigación previa a este viaje, o por curiosidad que tuve meses atrás (o porque me limitaba a seguir a Oscar) nunca había estado en Barcelona, tampoco había viajado mucho, probablemente hace un año hubiera estado más interesada en este viaje de lo que lo estaba ahora mismo.

La planta de los pies se me empezaba a dormir y sentía como si mini agujas se me clavaran en la planta del pie, era una ciudad con mucha interculturalidad, y mucho guiri, quizá por eso el jaleo del equipaje era de lo más normal. De todas formas durante el transcurso no vimos nada de turismo, no porque no nos pillara cerca porque si nos desviábamos podríamos haber visto la Sagrada Familia, pero no teníamos ganas.

Durante el camino solo compartiamos conversaciones sobre la queja del camino e insultos por lo bajo, que sorprendentemente, me hicieron más ameno el caminito.

Y allí, estaba, al menos, deduje que debía de ser aquella porque Oscar relantizaba el paso para pararse finalmente. ¿La fachada del edificio? era de un color crema oscuro, pocos colores vividos solía a ver en las ciudades, me resultó curioso ver que las ventanas eran todas exactamente iguales, ventanas que parecían puertas con unas mini terrazas que no parecía que tuvieran mucho ancho.

—La de la bici es la nuestra —comentó mientras señalaba a la susodicha.

Puse mi mano como si de una visera se tratase —pues aunque era por la tarde el sol aún rehuía de esconderse— vislumbre la bicicleta roja en cuestión, literalmente, no cabía nada más, una parte de la rueda, si te fijabas bien, sobresalía de los barrotes.

Aquel piso lo compraron mis abuelos cuando vivieron un tiempo en la ciudad, pero cuando se dieron cuenta de que al esperar una hija aquel edificio se les hacía demasiado pequeño, decidieron mudarse hacía las afueras de Madrid, prácticamente, Toledo. Allí nacería la madre de Oscar, y más adelante, la mía.

—¿Hay ascensor? —pregunté retóricamente.

—Que graciosa eres cuando quieres.

Tocó subir unas cuantas escaleras, tampoco era nada del otro mundo, y como yo no llevaba la maleta no podía quejarme, pero estaba agotada. Y aún me quedaban muchas cosas que finiquitar antes de poder caer en los brazos de Morfeo.

—Te he hecho una copia de las llaves —me dijo sobre la tercera planta ya sin aliento— para que tengas cierta libertad.

Subí la escalera que daba a la cuarta planta y me paré, encima de la bicicleta estaba la última terraza. Entonces el piso debía de estar en el cuarto sin ascensor.

—Eso nunca viene mal —apunté.

Aunque probablemente me dedicaría solo a deambular y correr por Barcelona, dos meses era demasiado tiempo para aburrirse si no se tenían contactos, pero prefería eso a decirle que “no” a un viaje como aquel.

Seguía parada al final de las escaleras de suelo rojizo cuando Oscar llegó finalmente, por ahora no nos habíamos cruzado con nadie que viviera en los pisos por lo que no pude hacerme una idea de la clase de vecinos con los que Oscar habría convivido estos cuatro años. Él se adentró al pasillo de paredes blancas que empezaban a descascarillarse, aquello me recordó al escrito del comienzo de los actos de La Casa de Bernarda Alba, cómo a medida que se les iba vetando libertad a sus hijas, de alguna forma, se representaba de manera simbólica en las paredes de aquella obra; el arrebato de libertad que provocaba el deterioro de uno mismo.

¿Por qué yo me sentía como aquellos tabiques?

 La luz provenía de una bombilla que colgaba de dos gruesos cables azules, por un momento parpadeó. Y por otro momento temí que se cayera, pero parecía que funcionaba bien así; a veces pasa que cuando algo está roto pero sigue haciendo su ocupación, la gente no encuentra ni interés ni tiempo en molestarse en arreglarlo. Algo, o alguien.

Al fondo, había otra puerta, una enfrente de otra, las dos eran de un color marrón, pero no me quedé mucho tiempo observándola porque Oscar abrió la puerta dándole un empujón con la mano para que se abriera completamente.

No había ni recibidor ni pasillo, era un salón con cocina abierta —siendo precisamente la ausencia de color el color dominante— , así que nada más entrar te encontrabas en medio del salón, ingresé por completo, Oscar cerró la puerta, y dejó las llaves en un cuenco azul oscuro que había sobre una mesita al lado de la puerta.




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