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Capítulo 70: Voluntad I
Narrador omnisciente
Para Aremjeth, Emre no tenía voluntad.
Según las creencias, todo lobo al frente de una manada tenía que tener una voluntad que lo precediera más allá de la muerte. La voluntad de Rigel, el padre de ambos, era clara: la misma consistía en unificar todas las manadas del norte bajo un solo mando.
Por ende, al quedarse con el puesto que le pertenecía a su hermano mayor Emre, Aremjeth decidió apropiarse de la voluntad de su padre. Dando como resultado, el exterminio de múltiples sub manadas de lobos mechas-grises.
«Sin una voluntad, jamás podrás volver». Esas fueron las palabras de Aremjeth tras su última visita. Y es que, para los lobos, si un alfa no tenía una voluntad lo bastante fuerte, quedaba excluido del derecho a que su espíritu retornara a la tierra.
Emre no ambicionaba territorios, riquezas ni mucho menos poder. Él, desde que era joven, nunca se mostró interesado en los deseos de su fallecido padre. «¿Por qué sacrificar decenas de vidas para hacerse de un lugar que se quedaría allí cuando muriera?», lo encontraba ridículo.
Y ese pensamiento fue que lo condujo a pensar, por al menos en un instante, en que «el hombre de la luna», lo había desaprobado. ¿De verdad no tenía voluntad? Todos se equivocaban. Su voluntad era una, y más fuerte que la de cualquier otro alfa:
Tener a su familia a salvo.
Entonces, ¿por qué si lo deseaba tanto, sería castigado con perder la habilidad de conectar con las personas que más amaba en el mundo? ¿Por qué tendría que perder la habilidad de comunicarse? ¿Por qué le serían arrebatados cada fragmento de sus memorias?
¿Por qué su cabello tenía que ser gris?
Los mechas-grises eran egoístas. Se caracterizaban por ser extremadamente fuertes y salvajes. Su dominancia sobre las demás especies de lobos cambiantes era tanta, que llegó un punto en que «el hombre de la luna», tomó la decisión de debilitarlos. Debía castigarles por arrogantes; debía quitarles lo que los hacía ser ellos y regresarlos a su naturaleza primitiva como lobos comunes.
Al menos eso es lo que dice la leyenda del mal del lobo.
«Esta es la razón...».
«Yo... N-No te quería ver así...».
Emre había olvidado muchas cosas, pero recordaba muy bien cuándo fue la última vez que las lágrimas arroparon su corazón: hace dos años, cuando Eveling murió y su nieto se quedó sin madre, y él sin una loba que, como a todos, amaba como una hija.
«Abo, no llore'. Pecado da'te yo». «No llore', yo te quielo mucho». Lo irónico es que estaba siendo consolado por ese mismo nieto.
Ariangely respiró profundo. Ella se secó las lágrimas y apartó a Ra con una pequeña sonrisa con el objetivo de proyectarle seguridad y luego se lo pasó a su papá. Omitiendo los interrogatorios de los presentes, la alfa tomó a Emre del brazo y se lo llevó a un sitio en donde pudieran charlar a solas; lo necesitaban.
—¿Cuánto hace que me ocultas esto?— fue lo primero que preguntó —Emre. Responde, por favor— suplicó después de que él se quedara en silencio, con la vista en el suelo.
El alfa estaba de cuclillas; no levantó la mirada en todo el trayecto e igualmente, tampoco estaba dispuesto a hacerlo durante la conversación. Él buscaba ignorar lo que estaba pasando, pero el que su esposa se enterara y por consiguiente, los demás lobos lo hicieran pronto, le hizo entender que su problema era real.
Ya no solo se trataba de un secreto que intentaba resguardar, ¡era real!
Pronto... sería su fin.
»Emre, ya basta— lloró poniéndose de rodillas. Ariangely le sacudía los hombros para que reaccione de una buena vez —¡Despierta!— porque aunque tenía los ojos abiertos, se había bloqueado por completo.
Más que miedo a morir, temía de lo que pasaría si no estaba.
—Yo... quería que murieras primero que yo— susurró observando varias hormigas cruzando.
—¿Qué?
—¿Podrías prometerme algo?— intentó alzar la mirada, pero fue en vano. No quería ver el lamento en sus ojos —Si ahora eres un demonio desde la perspectiva de los alfas, cuando muera quiero que seas el mismísimo diablo. Quiero que seas el rayo que cae después de la calma.
—Emre...
Toda su vida le reclamó por su personalidad hostil, pero fue hasta ese momento que su deseo fue distinto.
—Cumple mi voluntad y asegúrate de estar a salvo— sonó la nariz —Los demás lobos podrán defenderse solos, pero no sé qué suceda contigo una vez no esté. Por ende, haz lo que tengas que hacer para sobrevivir. ¿Me lo prometes?
—¡Emre!— iba a abrazarlo, pero él lo impidió.
—¡Promételo!— esa fue una de las pocas ocasiones en que le gritó —¡Prométeme que vivirás sin mí!
—L-Lo...— las lágrimas no abandonaban sus ojos —Emre...— enterró las garras en el suelo —No sé qué haría si no estás... creo que...
—Juro que si decides tomar tu vida una vez me vaya, te odiaré por siempre— se puso de pie —No es momento de lágrimas, ahora no— se pasó las manos por la cara —Ahora que ya lo sabes, deberemos decírselo a los demás. Hay que hacer un anuncio frente a los alfas y...
—¿Serías capaz de odiarme?— no le importaba el resto. De todo lo que dijo, aquellas palabras fueron las que resonaron en su cabeza.
Emre; su Emre. ¿La odiaría?
—Yo no soy lo único que tienes. Tú misma lo sabes, no por nada te interpusiste entre Avys y yo. Nuestros lobos te necesitarán; el futuro alfa lo hará. Ni siquiera lo pienses, por favor.
—Perfecto— también se levantó del suelo —Prometo que haré lo impensable para estar bien, y que protegeré a Onil.
—Onil...— se quedó pensativo por unos segundos —Dime, ¿crees que esté listo?
—No, le falta mucho.
Pese a que la alfa había escogido a Onil sobre Avys, no por eso ella lo consideraba preparado para un cargo así de importante. La principal razón por la que Ariangely no se inclinó por el mayor de sus hijos, como se supone que debía ser, es por lo mucho que le recordaba a la segunda persona que más había odiado: Aremjeth.