¡ai! que suerte

Capítulo 1

— ¡ah! ¡me duele! —gemí mientras sentía sus manos alrededor de mis brazos apretándome con fuerza— ¿a dónde me llevan? —pregunté inútilmente, no tendría escapatoria. Intenté zafarme de los robustos tipos, pero era en vano, mis pies ni siquiera tocaban el piso— prometo no decir nada, lo juro, me iré —mentí, llamaría a la policía en cuanto estuviera lejos— no tan duro por favor —fue lo último que les dije casi entre lágrimas y mocos apretando los ojos negándome a lo que pudiera pasar.

Imagino que sería más fácil si empezara mi historia varias horas antes y con un poco más de contexto, cuando aún el sol estuviera afuera y yo tranquila y segura en mi casa, no en uno de los barrios más peligrosos del país, de esos donde no hay ley más que la propia, donde nadie conoce a nadie y solo les temen a los fuertes, donde yo claramente no pertenecía.

Mi nombre es Ai, Ai rin para ser más preciso, una humilde chica de 19 años que esa mañana como siempre había despertado envuelta parcialmente en la cama, con la mitad del cuerpo desnudo y el cabello entre la boca. El sonido de una notificación en mi móvil había hecho el trabajo de alarma; cuando abrí los ojos, apartando con torpeza los rizos molestosos que se entremetían en mi boca y el flequillo de mi frente, noté qué era lo que había hecho a mi celular vibrar: un correo electrónico tan esperado como mi libertad.

¡si! Me senté de inmediato y luego salté fuera de cama celebrando con un bailecito de victoria, por fin estaba sucediendo, un mensaje de la galería, con esta última asignación de trabajo terminaría mi pasantía y podría volver a dormir todas las mañanas, tal vez hasta llegar a graduarme.

Corrí al baño pasando por alto a mi compañera de piso y me metí bajo la ducha sin siquiera ganas de desenredar mi anudado cabello, seguí al armario y saqué un overol corto junto a una blusa de tirantes que cubriría con un sobretodo tejido y finalmente mis botas favoritas.

— ¿a dónde vas? —preguntó Mio, con su habitual humor matutino, es decir, cara de pocos amigos.

—a recuperar mis mañanas—dije victoriosa.

— ¿mañanas? —levantó una de las comisuras de sus labios—son las once Ai, dejará de ser “mañana”—pronunció la palabra haciendo comillas con sus dedos—en una hora.

—shhhh, esta es la última visita que hago—abrí la puerta tras tomar mi bolso de la mesa del comedor—luego iré a la oficia y ¡puff! De regreso en mis pijamas.

—ya vete—hizo un ademan con la mano—se te hará tarde.

Mio no solo era mi asiática compañera de cuarto, sino que era mi mejor amiga, habíamos estado compartiendo piso desde hacía unos 2 años y no sabía si podía dejar de estar a su lado. Yo literalmente era su mascota, me alimentaba, jugaba conmigo y de vez en cuando me abrazaba en las noches que dormíamos juntas después de hacer un maratón de series o películas de Marvel, Dc o animes.

Pagaba por mis cosas con la promesa de mi parte de que algún día buscaría trabajo y la recompensaría por todo, o mejor, conquistaría a un hombre adinerado que nos sacara a ambas del hoyo, eso sí me ponía en el gimnasio de una buena vez por todas, de inmediato la recordé rodando los ojos, por ese pensamiento sobre mi peso o mis vacías promesas. Por lo menos la recompensaba con los quehaceres y la comida siempre lista.

Ella y yo éramos levemente (completamente) diferentes, mientras que yo intentaba desesperadamente salvar el cuatrimestre con una pasantía que no había logrado falsificar, ella ya era una lumbrera en las leyes, que trabajaba en un bufete de renombre sin siquiera haber entregado su tesis.

Yo tenía la piel color miel y mi cabello se alborotaba de verlo, mientras que ella tenía ese color blanco muerte y un cabello fenomenal recto y negro, y así éramos las dos, como el sol y la luna.

Tomé el transporte público mientras caminaba a toda prisa bajo el cielo nublado, sería lamentable si empezaba a llover ya que había dejado el paraguas. Saqué disimuladamente el celular del bolsillo delantero del overol y revisé nuevamente el correo que había recibido en la mañana, la fortaleza, leí en mi mente y mordí mi labio pensando cuanto me costaría llegar allá, la pasantía no pagaba para nada bien y Mio había dejado de darme dinero, pues lo gastaba en chucherías, una completa mentira, resoplé furiosa sacando una paleta de cereza del bolso.

Tras unas rutas más por fin había llegado, el cielo estaba tan oscuro que casi parecían las seis de la tarde, la brisa movía violentamente mi cabello y todo lo que había en el piso lleno de basura y desperdicios en las alcantarillas. Sentí la primera gota en mi nariz, mierda, dije en voz alta.




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