Diego salió del galpón corriendo detrás de Aida, pero apenas alcanzó a verla perderse entre las viñas, una sombra diminuta alejándose en medio de la noche.
—¡Aida! —gritó, pero su voz se deshizo en el viento frío.
Se quedó quieto, con el corazón golpeándole en el pecho. Algo no tenía sentido. Nada tenía sentido. Ella lo había mirado como si él la hubiera destruido, como si fuera culpable de un crimen que no sabía ni cuál era.
—¿Qué le dijiste? —preguntó, girándose hacia Camila.
Ella estaba apoyada en la puerta del galpón, los brazos cruzados, como si todo estuviera perfectamente bajo control.
—Yo… nada. Se ve que entendió lo que tenía que entender —contestó, encogiéndose de hombros.
Diego frunció el ceño.
Algo en su tono lo inquietó.
—¿Qué vio? —insistió.
Camila evitó su mirada por primera vez.
—No sé… Aida es sensible.
Diego sintió una punzada de malestar. Caminó hacia ella.
—Camila, ¿qué hiciste?
Un brillo fugaz cruzó la mirada de la chica, una mezcla de miedo y orgullo. Diego la había visto actuar así antes… cuando mentía.
—Nada —repitió ella, demasiado rápido.
Entonces Diego vio un destello metálico entre unas cajas. Caminó hacia ahí y encontró una tablet cubierta con un pañuelo. La encendió sin pedir permiso.
El video empezó solo.
Una grabación donde él aparecía con Camila en el patio de su casa semanas atrás. Una escena que él recordaba: Camila le había pedido que le ayudara a buscar al perro de su abuela y, cuando lo encontraron, ella lo abrazó sin aviso. Él se había quedado rígido, incómodo.
Pero el video estaba editado.
Recortado.
Manipulado.
Y el audio… el audio definitivamente no era su voz.
Una imitación burda, pero creíble para alguien con el corazón abierto:
“sería ridículo estar con una chica como ella.”
Diego sintió un frío que le subió por la espalda.
—¿Qué es esto? —preguntó con un hilo de voz.
Camila dio un paso atrás.
—No… no iba a mostrarlo así. Solo quería que ella entendiera que vos y yo… que nosotros…
—¿Nosotros qué? —la interrumpió Diego, con una mezcla de furia y desilusión—. ¡Yo jamás hubiera dicho algo así de Aida! ¡Yo la amo!
Camila apretó los labios, derrotada pero desafiante.
—No te das cuenta, Diego. Ella no pertenece a tu mundo. Todos lo ven, menos vos.
—¡Yo decido mi mundo! —estalló él.
Dejó la tablet sobre la mesa con brusquedad y salió del galpón a toda velocidad.
Corrió hacia la calle. Luego hacia su camioneta.
Necesitaba encontrar a Aida.
Explicarle.
Decirle la verdad.
Pedirle que no creyera en una mentira hecha para destruirlos.
Cuando quiso arrancar su camioneta, se dió cuenta que tenía una goma en llanta. Así que la dejó ahi y buscó una bicicleta del galpón.
Pero cuando llegó a la casa de la familia de Aida, la vio cerrada.
Todas las luces apagadas.
El portón con un candado que nunca estaba.
Un vecino que paseaba a su perro lo miró con lástima.
—Los doctores se fueron hace un rato. Aparentemente adelantaron el viaje. Dijo que… que las cosas se habían puesto feas por acá.
Diego sintió que el mundo se le escurría como arena entre los dedos.
—¿A dónde? —susurró.
El vecino negó con la cabeza.
—No dijo. Solo que se iban esta misma noche.
Diego apoyó la frente contra el portón.
Nunca había sentido un dolor tan físico, tan urgente.
Sabía que si Aida se había ido así… si su corazón estaba tan herido… tal vez no volvería a Animaná nunca más.
Y lo peor de todo era la verdad brutal e insoportable:
Aida se había ido creyendo que él la había humillado.
Y él no había tenido la oportunidad de decirle que ella era lo mejor que le había pasado, y sobre todo que la amaba.