El aeropuerto de la Ciudad de México era más grande de lo que Adrián recordaba. Cada paso que daba lo hacía sentir más pequeño, como si el mundo se estuviera haciendo inmenso de repente. Las luces brillaban con una intensidad que lo cegaba, y el constante murmullo de las personas que iban y venían no hacía más que aumentar su ansiedad. Llevaba su maleta de mano con una mezcla de emoción y miedo, mientras su mamá caminaba junto a él, irradiando una calma que él no podía entender. Todo parecía indicar que no había de qué preocuparse, pero Adrián no podía evitar sentir que estaba a punto de dar un salto al vacío sin saber si habría algo que lo atrapara al caer.
—Recuerda, hijo, solo son seis semanas. Seis semanas y estarás de vuelta en casa —le dijo su mamá, intentando tranquilizarlo. Pero para Adrián, seis semanas parecían una eternidad. Era como si todo lo que conocía y amaba se fuera a esfumar en ese tiempo.
Asintió en silencio, sin atreverse a confesar lo que realmente sentía. Las dudas y el miedo lo consumían por dentro. ¿Qué haría si no pudiera entender el inglés? ¿Si no hacía amigos? ¿Se sentía solo? No había vuelta atrás, eso lo sabía. El boleto de avión en su bolsillo lo sentía.
Después de los controles de seguridad y las despedidas que parecieron demasiado cortas, Adrián se encontró solo en la sala de espera. Por primera vez, se sintió completamente aislado. Su mamá ya no estaba a su lado, ni sus amigos, ni nada de lo que conocía. Se sentó en una silla frente a la puerta de embarque, viendo cómo la gente caminaba apresurada, pero él sentía que el tiempo se había detenido.
Miró la pantalla de su celular. Un mensaje de su mamá aparecía en la pantalla: "Sé valiente, hijo. Te amo". Las palabras lo hicieron sonreír, pero solo por un momento. Ser valiente no parecía tan fácil como siempre lo había imaginado.
El anuncio de embarque interrumpió sus pensamientos. Con un suspiro largo y profundo, tomó su maleta y se dirigió al avión. Mientras avanzaba por el pasillo hacia su asiento, todo parecía ir demasiado rápido. Subió al avión, se acomodó junto a la ventana, y el zumbido de las conversaciones en inglés alrededor de él lo envolvió como una niebla. De repente, todo se sintió mucho más real.
Cuando el avión despegó, Adrián miró por la ventana cómo la Ciudad de México se hacía cada vez más pequeña, hasta desaparecer bajo las nubes. En ese momento, sintió una extraña mezcla de tristeza y emoción. Estaba dejando todo atrás, pero al mismo tiempo, estaba comenzando una aventura que lo cambiaría para siempre. El cielo se extendía ante él, vasto y lleno de posibilidades, pero también de incertidumbre.
Durante el vuelo, intentó relajarse, aunque era más fácil decirlo que hacerlo. Se puso los audífonos y dejó que la música llenara el silencio de su mente, pero no pudo evitar que sus pensamientos vagaran hacia lo desconocido. Se preguntaba cómo sería vivir con una familia extranjera, cómo serían las clases, cómo sería el propio Canadá. Cada pregunta le parecía una montaña de dudas.
Horas después, cuando el avión comenzó su descenso hacia Vancouver, Adrián sintió un nudo en el estómago. La vista desde la ventana era impresionante: las montañas cubiertas de verde, el océano inmenso y brillante, y la ciudad extendiéndose entre ellos. Era hermoso, pero también aterrador. Estaba a punto de enfrentarse a lo desconocido, solo.
Al tocar tierra, el zumbido de los motores y las indicaciones en inglés lo devolvieron a la realidad. Ya no había vuelta atrás. Estaba en Canadá, y de alguna manera, tenía que arreglárselas para sobrevivir las próximas semanas.
Mientras bajaba del avión y se dirigía a la zona de migración, el inglés que escuchaba a su alrededor lo abrumaba aún más. Cada palabra parecía una barrera que no podía atravesar. La fila avanzaba lentamente, dándole tiempo para pensar, quizás demasiado tiempo. Cuando llegó su turno, se plantó frente al oficial de migración, quien lo miró con una expresión impenetrable.
—Purpose of your visit? —preguntó el oficial, su acento marcado y la formalidad en su voz hicieron que Adrián se congelara por un segundo.
—Uh… study… English —logró balbucear Adrián, sintiendo cómo el calor subía por su rostro. El oficial lo observó por un momento antes de sellar su pasaporte con un golpe seco y permitirle continuar. Adrián soltó el aire que no sabía que estaba conteniendo y avanzó con su maleta en la mano, sintiéndose un poco más ligero, aunque no mucho.
Al cruzar la puerta de llegadas, sus ojos buscaron desesperadamente a la familia anfitriona que lo recibiría. Sabía que no los conocía, pero ellos tenían un cartel con su nombre. Entonces los vio: una pareja sonriente, sosteniendo un letrero que decía "Welcome, Adrián". Connor y Allison, recordaba de los papeles.
—¡Hola! Bienvenido a Canadá, Adrián —dijo Connor, dándole un fuerte apretón de manos.
—Hola… uh, hi —respondió Adrián, intentando mantener la compostura mientras su voz temblaba un poco.
Allison, una mujer robusta y cálida, lo abrazó con la naturalidad de una madre, algo que Adrián no esperaba, pero que de alguna manera lo reconfortó.
—No te preocupes por el inglés —dijo Allison con una sonrisa acogedora—. Aprenderás rápido.
Adrián asintió, agradecido por su amabilidad, aunque todavía se sentía fuera de lugar. Mientras subían al auto que los llevaría a su nueva "casa" para el verano, Adrián observaba cómo las luces de Vancouver se deslizaban por la ventana. Todo parecía tan distinto a lo que había imaginado, y aunque la familia parecía amable, el peso del cambio seguía aplastándolo.