AIRA:
Nunca olvidaré la sensación de volar por primera vez. El aire acariciaba mi rostro como si el cielo me conociera de toda la vida. En el Reino del Aire, todo tenía un ritmo ligero y flotante, como si el mundo entero fuera una melodía escrita por los vientos. Mis días comenzaban con el sonido de los coros de las torres suspendidas, esas campanas que resonaban en perfecta armonía con las corrientes que sostienen nuestras ciudades. Había algo en esos sonidos, algo que me envolvía y me daba paz, como si las voces del viento nos protegieran a todos.
Mi nombre es Aira, y soy una jinete en entrenamiento. Vivir en el Reino del Aire era como habitar un sueño constante. Aquí, no caminamos; flotamos. No cabalgamos caballos ordinarios, sino corceles alados que surcan los cielos con una gracia imposible de describir. Desde el amanecer hasta el ocaso, las nubes eran nuestros campos de batalla, y los cielos, nuestro hogar. Era fácil olvidar que otros reinos existían más allá de nuestras brumas. ¿Para qué pensar en otra cosa cuando el viento y el cielo lo eran todo?
Mi madre solía decirme que el viento tenía secretos que nunca compartiría con nadie. “Aira, escucha los susurros”, me decía mientras yo jugaba a volar entre los balcones de cristal. Siempre reía cuando trataba de “atrapar” el viento con mis manos, pero ahora que lo pienso, creo que sabía algo que yo aún no alcanzaba a comprender. En aquel entonces, nada importaba excepto la libertad de sentir el viento bajo mis alas y el sol calentando mi espalda.
—Aira, ¿te vas a quedar ahí toda la mañana?— la voz de Zephyr me hizo volver al presente. Mi mejor amiga estaba sobre su corcel, su cabello flotando como si el viento lo abrazara, y su sonrisa traviesa me instaba a seguirla.
—¡Ya voy, ya voy! No quiero quedarme atrás— respondí, sonriendo mientras subía a Boreas. Había algo en él que no se podía describir con simples palabras. No era solo su fuerza o sus alas blancas como la nieve, sino la forma en que su presencia se sentía como una extensión de mí misma.
Zephyr siempre tenía una forma de empujarme a salir de mi zona de confort. Esta vez, sus ojos brillaban con la emoción de un reto.
—Hoy quiero que lleguemos hasta las Torres del Horizonte— dijo con una chispa de desafío en su voz. —El viento está fuerte, pero creo que podemos lograrlo.
El aire comenzó a cargarse de una extraña vibración, y mi instinto me dijo que algo importante estaba por suceder. Sin embargo, no podía dejar de pensar en el reto que me había propuesto Zephyr. Las Torres del Horizonte eran el límite del Reino del Aire, un lugar tan lejano que solo los caballeros más valientes se atrevían a alcanzarlo.
—¿Estás segura de que quieres hacer esto hoy? — le pregunté, mi tono era un poco más serio. No era por miedo, sino porque sentía que el viento no estaba en su mejor estado. Algo en el aire me inquietaba.
—Claro que sí— contestó, riendo con ligereza. —Ya sabes que el viento no me asusta.
¡Vamos, Aira! Te apuesto a que no serás capaz de llegar antes que yo.
El viento comenzó a rugir, y no pude resistirme. Sabía que Zephyr tenía razón; el viento era nuestro aliado. O al menos eso creía.
Con un movimiento rápido, azoté las riendas de Boreas, y él respondió al instante, levantando el vuelo hacia el horizonte. El aire nos envolvió con fuerza, las nubes se partieron a nuestro paso como si se abrieran para dejarnos cruzar. Era como surcar el océano, pero en el cielo. La sensación de volar tan alto, tan libre, me llenaba de una felicidad indescriptible.
Zephyr volaba a mi lado, su risa clara en el viento.
—¡Vas a perder, Aira! ¡Soy más rápida que tú!
—Eso lo veremos— respondí, aumentando la velocidad. Boreas se lanzaba hacia adelante, desafiando el viento con un ímpetu que me llenaba de adrenalina. Sentía como si todo el universo dependiera de aquel momento.
Las Torres del Horizonte se alzaban a lo lejos, casi como un espejismo. Parecía que nunca llegaríamos a ellas, pero el viento nos impulsaba cada vez más rápido. La distancia entre Zephyr y yo comenzaba a disminuir.
— ¡Lo tengo! — grité, justo cuando sentí que mi corcel alcanzaba su máximo potencial. Mi corazón latía con fuerza, y la sensación de ser invencible me invadió por completo.
Llegar primero a las Torres del Horizonte me llenó de una satisfacción inmensa, aunque Zephyr alegó que su caballo se distrajo con una bandada de aves. Nos reímos juntas, nuestras risas resonando entre las nubes como si el viento las hubiera adoptado como propias. Fue un momento sencillo, pero algo en mi pecho me decía que no era solo una victoria cualquiera. Aquella sensación, esa libertad, se quedaba conmigo de una forma que no podía explicar.
La vida en el reino no era perfecta, pero tampoco necesitaba serlo. Existía un equilibrio natural en todo. Las casas flotaban entre las nubes como frutas maduras esperando ser recogidas, y los mercados flotantes estaban llenos de colores y aromas que danzaban al ritmo de las corrientes. Los ancianos solían contar historias sobre otros reinos, lugares distantes llenos de mares ardientes y bosques eternos, pero para mí, esas historias eran solo cuentos. El Reino del Aire era mi hogar, mi mundo completo, y no podía imaginar que existiera algo más allá de las corrientes que me sostenían.
Sin embargo, en los últimos días, había algo distinto. El viento, que siempre había sido mi compañero fiel, comenzaba a parecer diferente. No era un cambio drástico, pero había algo sutil en el aire que no podía identificar. Los susurros que mi madre siempre mencionaba
comenzaban a sentirse más cercanos, más intensos. Cada ráfaga, cada corriente, me susurraba algo que no lograba captar por completo.
El viento, que antes nos había ayudado, ahora parecía resistirse. Fue como si la corriente de aire se hubiera detenido por un segundo. Algo no estaba bien.
El viento comenzó a rugir, suave, casi imperceptible al principio. Pero no era el mismo viento juguetón de antes. Esta vez, había algo ominoso en su tono, algo que hacía que mi piel se erizara. Me esforzaba por mantener el control, pero Boreas ya no parecía tan confiado. Sus alas batían con más esfuerzo, y su cuerpo se tensaba con cada nueva ráfaga que nos golpeaba.