Aira

Camino a Aetheon

AIRA:

El príncipe, después de un silencio prolongado, me llevó por un estrecho pasillo del castillo. Las paredes estaban cubiertas de tapices desgastados que narraban historias de antiguos reyes y batallas olvidadas. El aire era frío, casi helado, y los pasos resonaban como si el propio castillo estuviera susurrando a través de los ecos.

Finalmente, llegamos a una gran puerta de madera oscura, reforzada con bandas de hierro. El príncipe la abrió con un movimiento firme, revelando una habitación sencilla pero acogedora. Una cama de cuatro postes con cortinas pesadas ocupaba el centro; junto a ella, una pequeña mesa con una vela que iluminaba tenuemente el espacio.

"Descansa aquí," dijo sin mirarme directamente. "Partimos al amanecer."

"¿Y tú dónde dormirás?" pregunté, aunque mi voz sonó más curiosa que preocupada.

"Eso no es asunto tuyo," respondió, ya girándose para marcharse. Sin embargo, antes de cruzar el umbral, se detuvo y añadió: "Hay guardias afuera. No intentes escapar. No llegarías lejos."

Lo observé cerrar la puerta tras de sí, dejando un silencio espeso en la habitación. Me dejé caer sobre la cama, sintiendo cómo el peso de los últimos eventos se hundía en mis huesos. Mi mente bullía con preguntas: ¿qué era Aetheon? ¿Por qué yo? ¿Qué significaba todo esto?

A pesar del cansancio, no podía evitar sentirme atrapada entre el temor y la curiosidad. Mis pensamientos volvieron al encapuchado y al extraño susurro de mi nombre. Era como si algo antiguo y profundo hubiera despertado dentro de mí, algo que no sabía si quería entender.

Apagué la vela, dejando que la oscuridad llenara la habitación. Pero incluso con los ojos cerrados, sentía el peso del castillo a mi alrededor, como si los muros observaran cada uno de mis movimientos.

El sueño llegó lentamente, arrastrándome hacia un lugar donde no podía distinguir si estaba soñando o recordando.

Me encontré en un vasto salón vacío, las paredes de piedra brillando débilmente con una luz propia. Al final del salón, una figura alta y oscura me esperaba. No podía ver su rostro, pero su presencia era imponente, abrumadora.

"Tu tiempo se acaba," dijo una voz profunda y reverberante.

Intenté retroceder, pero mis pies no respondían. La figura levantó una mano, señalándome, y un torrente de imágenes inundó mi mente: un cielo rojo como la sangre, un portal abierto en medio de un vacío infinito, y yo, de pie en el centro, sosteniendo algo que no podía identificar pero que parecía contener el destino de todo un mundo.

Desperté sobresaltada, con el pecho subiendo y bajando rápidamente. La luz del amanecer se filtraba a través de las pesadas cortinas de la habitación.

La puerta se abrió de golpe, y el príncipe entró con una mirada severa. "Es hora," dijo, como si supiera exactamente lo que había soñado.

El príncipe y Erol estaban ya esperándome en el patio del castillo, junto a un par de caballos y una carroza cargada con lo que parecían runas grabadas en su estructura. El frío de la mañana mordía mi piel, pero lo que realmente me congelaba era el peso de la incertidumbre.

El príncipe, siempre severo, se acercó a mí, colocándome un abrigo pesado sobre los hombros. Su gesto parecía casi humano, pero cuando nuestros ojos se encontraron, su mirada estaba tan fría como el aire.

"No lo hice por ti," dijo con voz cortante. "Si mueres congelada antes de llegar a Aetheon, será mi problema."

Le lancé una mirada cargada de resentimiento, pero no dije nada. Sabía que, al menos por ahora, él era lo único que me mantenía con vida.

Erol rompió el silencio, sacando de su túnica un colgante extraño, con un cristal que parecía latir como un corazón. "Esto es para ti," dijo, extendiéndomelo con cuidado. "Es un faro, una conexión que te ayudará a guiar el camino. Pero también es un ancla. Si las cosas se salen de control, podríamos usarlo para traerte de vuelta... si hay algo de ti que pueda regresar."

"Vaya, qué alentador," murmuré, tomando el colgante con cierta vacilación.

"Lo que ocurre allá es todo menos alentador," intervino el príncipe, subiendo a su caballo de un salto. "Es hora de moverse. La grieta no va a esperarnos."

Erol y yo subimos a la carroza, y el viaje comenzó. Las ruedas chirriaban sobre el terreno, y con cada kilómetro que avanzábamos, el aire se volvía más denso, como si el mundo mismo supiera que algo terrible nos esperaba.

Intenté mantener la calma, pero el peso del colgante en mi cuello parecía aumentar con cada minuto. Casi podía sentirlo vibrar, como si algo dentro de él estuviera vivo.

"¿Qué es realmente este cristal?" pregunté a Erol, rompiendo el silencio.

El anciano no me miró; sus ojos estaban fijos en el horizonte. "Es una fracción de lo que yace en Aetheon. Fue arrancado hace siglos por quienes intentaron sellarlo. Pero no lo sellaron por completo... lo encadenaron. Ahora, las cadenas están cediendo, y todo lo que hicieron para contenerlo está desmoronándose."

"Y tú crees que yo soy la clave para detenerlo," dije, mi voz llena de incredulidad. "No lo creo. Lo sé," respondió Erol con una firmeza que me dejó sin palabras.

El viaje hacia Aetheon fue más agotador de lo que imaginé, y cuando el sol comenzó a ocultarse en el horizonte, el príncipe levantó una mano para detenernos.

"Acamparemos aquí," dijo con voz autoritaria.

Miré alrededor, incrédula. Estábamos en un claro rodeado de árboles retorcidos, cuyas ramas se curvaban como garras hacia nosotros. El aire era pesado, y un extraño zumbido parecía emanar del suelo mismo.

"¿Aquí? ¿En serio?" pregunté, cruzándome de brazos.

"Es mejor que seguir avanzando en la oscuridad," respondió, desmontando de su caballo con una eficiencia que me recordó que había hecho esto mil veces antes. "Y créeme, no quieres moverte por estas tierras cuando no puedes ver lo que te acecha."

Erol bajó de la carroza con más lentitud, murmurando algo en voz baja. Con un movimiento de su bastón, un círculo de luz tenue se extendió alrededor de nosotros, alejando la opresiva penumbra que comenzaba a apoderarse del claro.




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