Aira

Entre sombra y luz

AIRA:

La puerta se cerró con un leve clic tras de mí. El silencio se instaló en la habitación como una presencia más, densa y expectante. El príncipe no dijo nada al principio. Caminó hasta su escritorio, donde los mapas y pergaminos se acumulaban como secretos sin resolver.

—Puedes sentarte —dijo al fin, sin mirarme. Su voz era baja, como si tuviera miedo de despertar algo con solo elevarla.

Me senté con rigidez, sin perderlo de vista. Sus movimientos eran medidos, precisos. Había algo en él... en su forma de evitarme la mirada, que me decía que no estaba seguro de mí.

Ni de él mismo.

—¿Por qué me trajiste aquí? —pregunté al fin, rompiendo el silencio.

—Porque no confío en ti. —Su respuesta fue tan directa que me desarmó por un instante—

. Y porque no puedo dejar que te pierdas de vista.

—¿Y no sería más fácil encerrarme?

—Lo consideré. Pero encerrar algo que no entiendes... suele terminar mal.

Se acercó a mí, recostando su peso en la mesa. Solo él, y esos ojos azules que ahora parecían más oscuros, más... cargados de preguntas que no se atrevía a hacer.

—¿Tienes miedo de mí? —me atreví a decir.

Él soltó una risa baja, casi perezosa, como si mis palabras fueran un chiste de mal gusto.

—¿Miedo? —repitió, se levantó de la silla, y empezó a caminar hacia mí con la seguridad de quien jamás ha perdido una guerra—. Yo no le temo ni al cielo ni al infierno, y mucho menos a una niña perdida con los ojos llenos de preguntas.

Se detuvo tan cerca que su sombra se mezcló con la mía.

—Pero lo que no entiendo… —bajó la voz, sus ojos azules profundo clavados en los míos, como si escarbara dentro de mi alma— me irrita. Y tú… tú eres como una espina bajo mi lengua. Una molestia constante, imposible de ignorar.

Me ardió el rostro, pero no iba a retroceder.

—Entonces arráncame —respondí con la voz firme, aunque mi estómago fuera un nudo. Su sonrisa fue un cuchillo elegante.

—¿Y perder la diversión? Qué poco me conoces, extranjera. No suelo deshacerme de lo

que me intriga… al menos no antes de averiguar hasta dónde puedo romperlo.

Dio media vuelta como si la conversación ya hubiera terminado, su capa ondeando con arrogancia real.

Me puse de pie, el colgante latiendo con fuerza bajo mi ropa.

—Tal vez no soy la amenaza. Tal vez la grieta se abre no por mí... sino por algo que está mal aquí. En tu mundo.

El príncipe entrecerró los ojos.

—O tal vez tú eres la grieta.

Me quedé mirándolo.

No decía nada, pero tampoco se alejaba. La lámpara entre nosotros apenas lograba iluminar su rostro, que alternaba entre sombra y luz como si su piel misma decidiera cuándo mostrarse.

Y entonces volví a verlos. Sus ojos .

Azul.

Pero no cualquier azul.

Era un azul que dolía mirar mucho tiempo. Un azul tan profundo que parecía contener algo más que color: recuerdos, secretos, viejas guerras... estrellas.

Como si el universo lo observara desde adentro.

Como si lo que brillaba detrás de esos ojos no fuera de este mundo.

No sé por qué, pero me perdí ahí un momento. Me obligué a apartar la mirada. Sentí cómo el colgante sobre mi pecho se agitaba otra vez, caliente, inquieto.

—¿Qué ves cuando me miras así? —preguntó él, con voz baja, sin moverse.

Era la primera vez que lo oía hablar sin dureza. Sin esa capa de autoridad que lo cubría como una armadura.

—Veo... —tragué saliva—. Veo algo que ni tú sabes que tienes. Él entrecerró los ojos.

—¿Eso crees?

—No lo creo —respondí—. Lo siento.

Porque cuando te miro, es como si algo dentro de mí recordara una historia que todavía no me contaron.

El silencio que siguió fue tan denso que casi me dolió en los oídos.

Él carraspeó. No como alguien incómodo. Como quien se permite un segundo de debilidad, pero lo disfraza de soberbia.

—Qué poética —murmuró, girando el rostro hacia la chimenea—. Supongo que también escuchas música en el crujido de las paredes, ¿no?

No contesté. Porque sí, a veces lo hacía.

Y porque, por alguna razón, él necesitaba provocarme para no caer en el vacío de sus propias dudas.

—¿Siempre haces eso? —pregunté, dando un paso hacia él.

—¿Qué?

—Empujar antes de que te alcancen. Hablar antes de sentir. Él se volvió, lento, con esa sonrisa que no era sonrisa.

—¿Y tú? ¿Siempre crees que puedes entender a cualquiera con una mirada triste y una

metáfora bonita?

Me ardieron los ojos, pero no por el enojo. Por algo peor: tenía razón. Y lo sabía. Y le encantaba saberlo.

—¿Sabes? —dije con los dientes apretados—. Cada vez entiendo más por qué el viento me trajo aquí. Y no fue para conocerte.

Él se encogió de hombros, volviendo a su escritorio.

—Una lástima. Porque yo sí quiero conocerte. Lo justo… antes de decidir si debo destruirte.—dijo el príncipe, volviendo la mirada a sus mapas como si acabara de hablar del clima.

Ese maldito brillo en sus ojos, ese azul de tormenta que parecía envolverlo todo…

Y aún así,yo no aparté la mirada. Yo cerré los puños.

—Eres detestable.

—Y tú molesta. Pero aquí estamos.

Se giró y caminó hacia la puerta. La abrió, pero no salió. Se quedó apoyado contra el marco, como si le costara decir lo que venía.

—Mañana cruzamos. Lleva el colgante puesto todo el tiempo. Si la grieta reacciona, quiero verlo con mis propios ojos.

—¿Y si me traga? —pregunté, más seria de lo que quería admitir. Él no dudó ni un segundo.

Se encogió de hombros y soltó, como si nada:

—Pues te traga.

Me fulminó con la mirada. Ni una pizca de preocupación, ni un dejo de drama. Solo esa maldita frialdad suya, tan segura, tan irritante.

—Increíble —murmuré, girándome hacia el fuego.

—Lo sé —respondió él, como si me diera la razón en algo completamente distinto. Y se fue.

Cerró la puerta sin apuro, dejando tras de sí el eco de su ego inflado.




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