PRÍNCIPE:
La escuché bufar antes de que siquiera abriera la puerta. Tiene ese talento: hacer que hasta sus pasos suenen dramáticos.
Aira.
Apoyé el codo en la repisa y observé desde la ventana alta, a media sombra. La vi salir del castillo sin rumbo claro, con el cabello suelto y la furia aún pegada a los hombros.
Caminaba como si el mundo le debiera explicaciones. O una disculpa.
Y luego, claro, se quitó los zapatos.
Ahí mismo. En plena escalinata del jardín, como si fuera alguna especie de ritual ridiculo.
—¿Qué demonios estás haciendo? —murmuré entre dientes, aunque con media sonrisa.
Siguió caminando, descalza, entre los arbustos como una criatura suelta de su bosque. Se inclinó de pronto, como si hubiera visto algo. Y entonces —como estaba escrito en las estrellas— tropezó.
Una raíz. Ni siquiera una muy grande. Se fue de cara contra el césped. Y desde donde estaba, apenas alcancé a ver cómo alzaba el puño con una ramita enredada en el cabello.
Se me escapó una risa. No escandalosa. Solo una, breve, en mi garganta. Automática. Y al instante, sentí que no debía. Porque soy el príncipe. Y ella… una humana cualquiera. Una recién llegada, una elegida, una más. No debía parecerme graciosa. No debía parecerme nada.
Me aparté de la ventana. Fruncí el ceño. No por ella —claro que no por ella—, sino porque aún sonreía un poco. Como un idiota.
Fui directo a la sala del arpa, buscando silencio. O algo parecido. Pero mientras mis dedos encontraban las cuerdas, mi mente seguía viéndola ahí abajo: con hojas en el cabello y la expresión de alguien que se había peleado con la tierra… y perdido.
Ridícula.
Absurda.
Y por algún motivo, imposible de ignorar.
Mis dedos se movían solos sobre las cuerdas, pero mi mente estaba lejos. Muy lejos. Enredada entre raíces, ramas y una humana que no sabía caminar por un jardín sin convertirlo en una tragedia. Pensé que la música me sacaría la imagen de la cabeza, pero no. Cada nota parecía traerla de vuelta. Como si hubiera dejado algo suyo en el aire. Un pedazo de risa, o de tierra en los zapatos.
Y entonces, lo sentí. Antes de escuchar pasos, antes de verla siquiera, supe que venía. No sé cómo. Tal vez fue un cambio en el aire. Una tensión nueva en el pasillo. Una especie de energía impertinente que solo podía venir de ella.
No me detuve. No levanté la vista. Solo seguí tocando, esperando… o tal vez retando. Y ahí estaba. De pie en la puerta, descalza, despeinada y con el mismo orgullo absurdo que llevaba incluso cuando se caía. No dijo nada. Tampoco yo. La melodía flotaba entre los dos, como una conversación que ninguno quería empezar.
Ni siquiera me molesté en girar. Ya sabía que estaba ahí. Y eso fue lo peor. Que su presencia no me sorprendió. Me alteró. Como si, en el fondo, la hubiera estado esperando.
La vi por el rabillo del ojo, espiando como una sombra torpe, con esa rama ridícula aún colgando de su trenza. No sé si se creía sigilosa o si simplemente no le importaba. De cualquier forma, no podía dejarlo pasar.
—¿Es costumbre en tu reino espiar a los hombres mientras tocan instrumentos… o solo
eres entrometida por naturaleza?
Ella se cruzó de brazos. Defensiva. Divertida. Ridícula.
—Escuché la música —respondió, seca.
Giré apenas el rostro. Solo un poco. Lo suficiente para que me viera sonreír.
—¿O será que te gusto? —dije, dejando que la sonrisa se curvara apenas lo justo—. Porque, si es así, te entiendo. A muchas les pasa. Es inevitable.
Parpadeó. Como si no entendiera si hablaba en serio. Yo tampoco lo sabía. Me giré del todo, despacio, con una lentitud que sabía que la sacaría de quicio. La observé como se observa una pintura con colores mal mezclados. Interesante, pero caótica.
—Aunque tranquila —añadí con una inclinación de cabeza llena de falsa compasión—. No eres mi tipo. Me gustan con un poco más de equilibrio. Y un poco menos de vegetación en el cabello.
Ella se quitó la rama con un manotazo y una expresión que merecía ser enmarcada.
—¿Siempre eres así de insoportable o es un don especial para las noches tranquilas?
—Solo cuando me interrumpen mientras toco.
—No sabía que eras tan sensible.
—Y yo no sabía que eras tan torpe, pero aquí estamos.
—Yo solo estaba caminando.
—Claro. ¿Y el suelo te atacó?
Me miró. No dijo nada. Pero esa mirada… esa mezcla de rabia, confusión y algo más que no supe descifrar… Me obligó a bajar la vista por primera vez.
Volvió a entrar. Orgullosa. Descalza. Con toda la dignidad que una humana llena de hojas podía reunir. No dije nada. Bajé la cabeza y volví a tocar. Más lento esta vez. Más profundo. Sentí cómo se acercaba. No con ruido, sino con esa forma suya de estar demasiado presente. Se sentó a un lado de la pared, lo suficiente lejos de mi, claro, sin decir palabra. No me miró. Solo cerró los ojos y escuchó. Y por alguna razón, no la eché.
La melodía llenó el espacio entre los dos. El fuego crujía bajo, y cada nota parecía calmar algo que yo no sabía que estaba agitado.
En algún momento, el aire cambió. Abrí los ojos. La vi apoyada contra la pared, con la cabeza ladeada, completamente dormida. Me quedé en silencio. Observándola. Con las hojas aún pegadas en los pantalones, el cabello desordenado y esa expresión terca hasta dormida. Y por primera vez desde que la conocí, no sentí ganas de molestarla.
Solo… seguí tocando. Más suave. Más bajo. Como si, por alguna razón, no quisiera que se despertara.
La melodía se fue apagando entre mis dedos, como si supiera que ya no hacía falta. Ella seguía dormida, con el cuello torcido contra la pared y las piernas encogidas de una forma absurda. Parecía un gato mal acomodado. Fruncí el ceño. “Se va a despertar con un dolor de cabeza atroz”, pensé, y quise ignorarlo. No era mi problema. No debería serlo. Pero ahí estaba, respirando lento, completamente entregada al sueño, como si confiar fuera algo que le saliera natural. Torpe. Inconsciente.