Aira

El pulso de la tierra

NARRADOR:

La luz de la mañana se colaba por las rendijas de la ventana, dorando las paredes de la habitación. Aira abrió un ojo primero, luego el otro, con la pereza propia de quien no recordaba del todo cómo había llegado hasta la cama. El recuerdo borroso de la música, del calor del fuego, del sueño en la sala del arpa, la golpeó apenas un segundo antes de que escuchara la voz.

—Vaya, pensé que dormirías todo el día.

Se incorporó de golpe. El príncipe estaba apoyado en el marco de la puerta, impecable como siempre, los brazos cruzados y esa sonrisa que parecía hecha para provocarla.

—¿Qué haces aquí? —preguntó ella, con el cabello aún enredado y la voz ronca de sueño.

—Esperando a que despiertes. —Se encogió de hombros con fingida indiferencia—. Tenemos planes.

Aira frunció el ceño.
—¿Planes? ¿Qué clase de planes?

Kael alzó la carta que había estado sosteniendo entre los dedos. El sello de fuego aún era visible.

—Una invitación. Del Reino del Fuego. Un baile.

Ella parpadeó varias veces, como si no hubiera escuchado bien.
—¿Un… baile?

El príncipe asintió, con esa media sonrisa que la sacaba de quicio.
—Exacto. Y parece que debo presentarme acompañado. —Su mirada se deslizó hacia ella con un brillo divertido—. Qué ironía, ¿no? Después de años sin ver al rey Pyrron, tendré que aparecer en su reino con… una humana.

Aira abrió la boca para replicar, pero no encontró palabras. La indignación le subió a la cara más rápido que la sangre.
—¿Me estás diciendo que… que me vas a llevar contigo a un baile en un reino que ni siquiera conozco?

Kael se giró, dándole la espalda con una elegancia ensayada.

—Eso mismo. —Hizo una pausa breve, antes de añadir con un dejo de burla—. Así que ponte algo decente. No pienso entrar a la Gran Forja con alguien que parezca haber perdido otra batalla contra el jardín.

La puerta se cerró tras él, dejando a Aira con los puños apretados y el orgullo ardiendo. Un baile. En el Reino del Fuego. Con él. Nada de aquello tenía sentido. Ella no pertenecía a salones ni forjas, ni mucho menos a la compañía de un príncipe que la miraba como si fuera un entretenimiento pasajero.

Las horas siguientes fueron un suplicio. Criadas del castillo de Luminar entraban y salían con montones de telas brillantes, peines y joyas. Intentaban persuadirla con voces dulces de que “para asistir a la Gran Forja debía lucir impecable”. Aira quería gritarles que no era un maniquí. Una de ellas trató de colocarle un collar pesado, con rubíes tan grandes que parecían grilletes, y Aira lo apartó con brusquedad.

—No pienso llevarme todo ese metal colgado —refunfuñó.

Finalmente, tras mucho discutir, eligió lo más sencillo que encontró: un vestido azul profundo, ligero, con detalles plateados en el borde. Lo bastante elegante para no desentonar, pero sin las capas sofocantes ni los adornos ridículos. El cabello lo dejó semisuelo, apenas trenzado en un costado, para que al menos pareciera que se había esforzado.

Cuando salió al vestíbulo, Kael ya la esperaba. Su mirada recorrió su figura con ese gesto impenetrable que ella tanto odiaba.

—Al menos no parecerás una campesina —dijo finalmente.

—Y tú al menos no pareces un témpano de hielo con patas —disparó ella.

Kael no respondió. Pero la sombra de una sonrisa traicionera brilló en sus labios antes de que se diera la vuelta para guiarla.

El carruaje que los esperaba no era un carruaje común. Tirado por dos corceles de pura luz, avanzaba sin tocar del todo el suelo, flotando suavemente a unos centímetros, como si rehusara ensuciarse con la tierra. Cada paso de los caballos dejaba un rastro luminoso que tardaba en desvanecerse, como estelas de estrellas. El propio carruaje estaba trabajado con filigranas de plata que reflejaban la luz del amanecer, y cada ventana tenía cristales encantados que mantenían el interior fresco pese al calor creciente.

Aira entró con cautela, arrastrando el vestido azul que todavía le resultaba incómodo. Se acomodó junto a la ventana, no sin antes bufar. “Planes”, había dicho Kael. Siempre eran “planes”, nunca explicaciones.

El interior olía a madera pulida y a una fragancia suave, seguramente alguna mezcla de hierbas que pretendía calmar los nervios. Aira apoyó la frente contra el cristal y observó cómo los bosques claros del territorio de Luminar quedaban atrás. Al principio eran árboles altos, cargados de luz, que parecían cantar con el viento. Pero poco a poco, como si alguien hubiera manchado un lienzo, el verde comenzó a apagarse.

El paisaje cambió de manera gradual pero implacable. La hierba se volvió parda, luego desapareció en parches de tierra agrietada. Los troncos se encogían, retorcidos como si huyeran del sol. Las montañas, antes plateadas en la distancia, se teñían de un rojo oscuro, como si sangraran desde dentro. El aire se hizo pesado, más denso, pegajoso incluso. Cada inhalación era como tragar humo invisible.

Un rumor profundo vibraba bajo la tierra. No era viento, no era agua. Era algo más. Aira se tensó, apoyando la mano contra el asiento como si el suelo bajo el carruaje fuera a partirse en cualquier momento.

—¿Qué es eso? —preguntó en voz baja, casi temiendo la respuesta.

Kael levantó apenas los ojos de la carta que volvía a leer, sin mostrar prisa.
—El Reino del Fuego respira.

Aira lo miró, incrédula.
—¿Respira?

—La tierra aquí nunca duerme —respondió con calma—. El magma corre bajo sus venas. Lo sentirás siempre. Si no te acostumbras, terminará quebrándote.

Ella volvió la vista al exterior. El rumor se convirtió en un pulso. Era cierto: la tierra parecía viva, latiendo como un corazón inmenso.

El carruaje avanzaba cada vez más hondo en aquel territorio. Aira veía criaturas que nunca había imaginado: lagartos de piel metálica que se deslizaban entre las grietas, aves negras que dejaban rastros de humo al batir las alas, y, en la lejanía, siluetas gigantescas que parecían moverse entre la bruma rojiza. Algunas tenían cuernos incandescentes, otras parecían golems formados de roca y lava.




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