PRINCIPE:
La luz de la mañana se filtraba por las rendijas de la ventana cuando me detuve frente a su puerta. No me molesté en anunciarme. No golpeo puertas; entro. Y entré.
Ella seguía dormida, hecha un ovillo en la cama, con el cabello revuelto sobre la almohada. Durante un segundo me quedé allí, en silencio, observándola. No sé por qué. Había algo en su expresión que no encajaba con la criatura torpe y ruidosa que conocí la noche anterior. Dormida parecía otra: tranquila, casi vulnerable.
Me apoyé en el marco, cruzando los brazos, y dejé que mi voz rompiera el aire.
—Vaya, pensé que dormirías todo el día.
La escuché moverse de golpe, apareció con el cabello enredado, los ojos medio nublados de sueño y la voz áspera. Aún así, se veía… distinta. Como si el fuego de la noche anterior no la hubiera consumido del todo.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó, mirándome como si yo fuese una molestia más en su lista.
Me encogí de hombros, fingiendo indiferencia.
—Esperando a que despiertes. Tenemos planes.
Frunció el ceño, claro. Siempre frunce el ceño conmigo.
—¿Planes? ¿Qué clase de planes?
Saqué la carta y la alcé entre los dedos. El sello de fuego brilló con el reflejo del sol.
—Una invitación. Del Reino del Fuego. Un baile.
Parpadeó varias veces, como si no hubiera escuchado bien.
—¿Un… baile?
No pude evitar sonreír, apenas lo justo para irritarla.
—Exacto. Y parece que debo presentarme acompañado. Qué ironía, ¿no? Después de años sin ver al rey Pyrron, tendré que aparecer en su reino con… una humana.
Vi cómo la indignación subía a su rostro, rápida, imposible de disimular.
—¿Me estás diciendo que… que me vas a llevar contigo a un baile en un reino que ni siquiera conozco?
Me giré, dándole la espalda con toda la calma del mundo. Sabía que eso la sacaba más de quicio que cualquier palabra.
—Eso mismo. Así que ponte algo decente. No pienso entrar a la Gran Forja con alguien que parezca haber perdido otra batalla contra el jardín.
Cerré la puerta detrás de mí antes de que pudiera responder. Mejor así.
Más tarde, la esperé en el vestíbulo. Había mandado traer vestidos apropiados, y sospeché que sería una batalla más complicada que enfrentar a Pyrron. Cuando por fin apareció, llevaba uno azul profundo, sencillo, sin adornos innecesarios. Ligero, limpio. El tipo de prenda que, contra toda probabilidad, le sentaba demasiado bien.
La miré de arriba abajo, manteniendo el gesto neutro, aunque por dentro tuve que reprimir algo parecido a un suspiro.
—Al menos no parecerás una campesina.
Ella me fulminó con la mirada.
—Y tú al menos no pareces un témpano de hielo con patas.
No pude evitarlo. La sonrisa me ganó, breve, torcida, apenas lo justo para que lo notara. Y verla encenderse más por ello me resultó casi… divertido. Gire hacia el carruaje. Pero todavía llevaba la sonrisa en los labios.
El carruaje nos esperaba al pie de la escalinata, tirado por corceles de luz. Ni siquiera tocaban el suelo: avanzaban flotando, dejando un rastro plateado que se disolvía detrás de ellos como humo de estrellas. Subí primero, porque así debía ser, y esperé a que ella se acomodara en el asiento frente al mío.
No tardó en pegarse a la ventana, como si el mundo exterior fuera más digno de su atención que yo. Lo dejé pasar. Fingí leer de nuevo la carta de Pyrron, aunque ya conocía cada palabra. La verdad es que no me interesaba lo que estaba fuera. Me interesaba ella.
El paisaje se transformaba con cada minuto. La hierba verde quedó atrás, reemplazada por tierra reseca, agrietada. Los árboles altos se torcían, ennegrecidos, como si el fuego hubiera lamido sus ramas y las hubiera dejado muertas. Yo ya estaba acostumbrado a esa transición. Ella no.
El rumor bajo la tierra empezó a hacerse presente. Un pulso grave, constante, como el latido de una criatura inmensa dormida bajo nuestros pies.
Vi cómo se tensaba. Sus dedos buscaron el borde del asiento, como si con eso pudiera sostenerse.
El pulso de la tierra no cesaba, como un tambor que nadie tocaba pero que resonaba en cada hueso. Ella trataba de disimularlo, mirando al paisaje con el ceño fruncido, como si la incomodidad fuera solo curiosidad. Pero yo la veía. Siempre la veía.
—¿Siempre es así? —preguntó al fin, la voz un poco más firme, aunque sus dedos aún jugaban con el borde del vestido.
Cerré la carta que había estado sosteniendo, aunque llevaba rato sin leerla.
—En el Reino del Fuego nada descansa. La tierra misma ruge.
Asintió, pero su mirada se endureció, como si mi respuesta no la tranquilizara.
—Me parece un lugar imposible de habitar.
Giré apenas la cabeza hacia ella. La luz rojiza del volcán más cercano se reflejaba en sus ojos, y no pude evitar pensar que le quedaba bien.
—Para ti. Para ellos, es hogar.
Se mordió el labio, desviando la vista. Lo hizo como si quisiera ocultar que mis palabras la habían golpeado más de lo que admitía.
Guardamos silencio por un tiempo. Afuera, el mundo ardía. Ríos de lava corrían como serpientes incandescentes, aves negras batían las alas dejando humo, y criaturas rocosas se arrastraban entre las grietas, encendidas por dentro como brasas vivas. Nada de eso me sorprendía. Lo conocía desde hacía años. Lo que me sorprendía era lo mucho que ella parecía estar absorbiéndolo todo, como si no quisiera perder detalle, como si necesitara entender hasta el último resquicio de un lugar que jamás le pertenecería.
La vi tensarse. Al principio trató de ocultarlo, mordiendo el interior de la mejilla, apretando los dedos contra el borde de la falda. Pero el sudor le perlaba la frente y el vestido se le pegaba a la piel. Respiraba más rápido, cada bocanada de aire como una lucha.
Podría haber ignorado todo. Debería haberlo hecho. Pero algo en mí se negó.
La luz siempre me obedece. Y con la luz, el frío. Lo invoqué sin un gesto, apenas con un pensamiento. El calor retrocedió dentro del carruaje como si una sombra helada lo hubiera devorado. El aire se limpió, fresco, limpio, devolviéndole el aliento.