Aira

El salón

El aire del salón vibraba con los tambores y las antorchas, y entonces lo vi.

Un plato flotaba en el aire, avanzando entre la multitud como un pájaro metálico. No había manos sujetándolo. No había cuerdas, ni sirvientes, ni nada. Solo flotaba, girando lentamente, como si una magia invisible lo guiara.

Me quedé helada, siguiéndolo con la mirada mientras se acercaba directo hacia mí. Sobre él, varias copas se mecían como si no temieran caer. El líquido que contenían brillaba en mil colores: rojo, violeta, dorado, azul. Cambiaban con cada destello de las llamas.

El plato se detuvo frente a mí. Tan cerca que podía oler el aroma extraño de esas copas: un olor a tormenta, a ceniza, a algo que no debía pertenecer a este mundo.

Extendí la mano.

Antes de que pudiera tocarlo, los dedos de Kael atraparon mi muñeca. Su mirada de hielo me atravesó.
—No lo bebas.

Fruncí el ceño.
—¿Y por qué tú sí?

Él alzó otra copa con la otra mano, elegante, como si fuera parte de un ritual aprendido de memoria.
—Porque yo sé cómo controlarlo. Tú no.

Abrí la boca para replicar, pero no tuve tiempo. Una mujer vestida en plumas carmesí apareció de la nada y lo tomó del brazo.
—Príncipe Kael —ronroneó con un tono que me hizo rechinar los dientes—, la corte exige verte bailar.

Tiró de él con una autoridad insultante. Kael me lanzó una última mirada, seria, cortante.
—No bebas nada. Y no pruebes los dulces.

Lo vi desaparecer entre los bailarines, tragado por el fuego y la música.

Volví la vista al plato flotante. Como si tuviera conciencia propia, se inclinó hacia mí, acercando las copas. Una burbuja estalló dentro del líquido, emitiendo un destello violeta.

“Qué diablos”, pensé. “Un sorbo no matará a nadie.”

Tomé la copa. El cristal estaba tan caliente que me quemó la piel. Llevé el líquido a mis labios.

El primer sorbo fue como tragar fuego líquido. El calor bajó directo a mi pecho y me obligó a cerrar los ojos. Pero un instante después… se volvió placer. El calor se expandió en ondas que me hicieron reír. No pude evitarlo.

El plato no se fue. Seguía flotando, ofreciéndome más.

—Solo un poco —me dije, tomando otro trago,Si bebo… bueno, ¿qué es lo peor que puede pasar?

Lo peor resultó ser mucho.

Di un sorbo. Solo uno. Y sentí un fuego arderme la garganta, bajando hasta el pecho. El calor se expandió como una ola, pero al mismo tiempo un frescor extraño me erizó la piel. Era como si mi cuerpo no pudiera decidir si estaba congelándose o ardiendo.

Reí. No pude evitarlo. Una risa corta, torpe, que salió sola.

“Bueno… quizá no era tan fuerte.”

Di un segundo sorbo.

Error.

El suelo bajo mis pies comenzó a latir, como si respirara conmigo. Las luces de las antorchas se multiplicaron, cada llama bailaba por su cuenta, y en cada sombra juraría que veía ojos observándome.

Me giré hacia la mesa de los dulces. Una chispa saltó del plato, como si me hiciera un guiño. Y antes de que pudiera detenerme, ya había tomado uno. El polvo dorado se pegó a mis dedos, chisporroteando suavemente. Lo probé.

Dulce. Ardiente. Insoportable. Perfecto.

Mi boca se llenó de un calor delicioso que bajó directo a mi estómago. Y entonces… todo se volvió ligero.

El ruido del salón se transformó en música envolvente. Los tambores ya no eran golpes graves: eran latidos gigantes que me empujaban a moverme. Los bailarines no eran personas: eran sombras de fuego que giraban en círculos infinitos.

Cerré los ojos y dejé que mi cuerpo se balanceara al ritmo. Me sentía libre. Tan libre que me olvidé de todo: de los juicios, de las miradas, del rey, incluso de Kael.

Cuando abrí los ojos, el mundo había cambiado.

El plato flotante ya se había alejado, pero el calor de la bebida seguía corriendo por mis venas, mareándome, llenándome de un coraje que no era mío. Me reía sola, girando al compás de la música, cuando de pronto una figura apareció frente a mí.

Lo primero que noté fueron sus ojos: ámbar líquido, brillando como oro fundido. Después, su sonrisa. Amplia, segura, de esas que pueden encender un salón sin necesidad de palabras. Su cabello era oscuro, salpicado de destellos rojizos como brasas. Y todo él parecía irradiar una luz cálida, casi insoportable… pero extrañamente irresistible.

Extendió la mano hacia mí.

—¿Bailas?

Su voz fue un roce bajo, profundo, que me recorrió como un latido.

No pensé. Simplemente asentí y puse mi mano en la suya. Era fuego puro, pero no me quemaba. Al contrario, me hacía sentir más ligera, como si por fin perteneciera a esa pista.

Me guió hacia el centro, y la música cambió. Los tambores se aceleraron, y el público se abrió en un círculo, expectante.

Bailar con él era distinto a todo lo que había sentido. No había brusquedad ni lucha, como en los pasos de los demás. Con él era fluidez, un río de fuego que me arrastraba. Me giraba, me acercaba, me alejaba, y en cada movimiento su sonrisa parecía decirme: “confía en mí”.

Reí. No pude evitarlo. Me descubrí siguiendo su ritmo sin esfuerzo, como si nuestros cuerpos ya supieran bailar juntos.

—No sueles estar en lugares como este, ¿verdad? —me dijo, con esa sonrisa radiante que me mareaba más que el vino.

—¿Tan obvio es? —respondí, divertida.

—Un poco —rió él, inclinándose lo suficiente para que su aliento cálido me rozara la mejilla—. Pero eso no es malo. Destacas.

Sentí el rubor subir a mi cara, y culpé a la bebida.
—¿Y eso es un cumplido?

—Es un hecho. Y un hecho puede ser tan peligroso como un cumplido mal dicho.

Giré bajo su brazo, riendo otra vez. No sabía si era la música, la bebida o ese hombre, pero me sentía libre, descarada.
—Entonces habrá que arriesgarse, ¿no?

Sus ojos brillaron aún más.
—Me gusta cómo piensas.

Giramos otra vez, y en ese movimiento vi a Kael. Estaba en la pista también, bailando con otra mujer, pero su mirada estaba clavada en mí. No en el baile, no en la música: en mí. Su expresión era hielo puro.




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