Pyrron me miró, sus ojos de brasa recorriéndome como si apenas en ese instante recordara que yo seguía allí.
El silencio tras mi pregunta se volvió insoportable. Pyrron seguía mirándome, sus ojos de brasa recorriéndome como si yo fuera apenas una chispa perdida en medio de la lava.
—Tu amiga está… bajo custodia —dijo al fin, con una calma que me heló más que un grito—. Ninguna humana camina libre en mi palacio sin que yo lo decida.
El corazón me latía tan fuerte que sentía las sienes a punto de reventar.
—Ella no es tu prisionera —respondí, mi voz más firme de lo que esperaba—. Es mi amiga.
Pyrron arqueó una ceja, divertido.
—¿Y qué quieres, pequeña humana? ¿Que la suelte, así como así, solo porque lo pides?
Antes de que pudiera contestar, Kael dio un paso al frente. No alzó la voz, ni necesitó mostrar sus poderes. Bastó su presencia, esa luz helada que llenó la sala y pareció apartar hasta el aire ardiente de Pyrron.
—No está pidiendo. Esta diciendo que la sueltes.
Los dos se miraron, fuego contra luz, hasta que el suelo mismo crujió bajo la tensión. Yo no respiraba.
Pyrron sonrió, un gesto tan peligroso como el rugido de un volcán.
—Sabía que dirías eso.
Chasqueó los dedos, y dos guardias entraron de inmediato. Arrastraban a Zephyr, con las muñecas atadas por una cuerda que chisporroteaba como hierro ardiente. Estaba sucia, despeinada, pero sus ojos me encontraron enseguida.
—¡Aira! —su voz se quebró, pero aún tenía esa fuerza suya que siempre parecía desafiar al viento.
Corrí hacia ella, pero uno de los guardias me apartó con el brazo. Antes de que pudiera reaccionar, Kael extendió la mano y un destello de luz helada salió disparado. La cuerda chisporroteante se desintegró como ceniza.
Los guardias retrocedieron, confundidos, y Zephyr cayó de rodillas. La alcancé justo a tiempo.
—Estás bien, estás conmigo —le susurré, y ella se aferró a mí como si no pudiera creerlo.
—Interesante manera de pedir favores —comentó Pyrron, cruzándose de brazos—. Irrumpes en mi baile, me arrojas exigencias y ahora mis guardias se quedan sin trabajo.
—No me interesa su trabajo —replicó Kael, su voz baja pero tan cortante que me erizó la piel—. Solo que no pongas las manos donde no te corresponden.
Pyrron rio, un sonido que hizo vibrar las paredes.
—Y aun así quieres mi ayuda contra Aetheon.
Kael no sonrió, pero sus ojos brillaron con esa claridad implacable.
—No la quiero. La necesito. Como tú necesitas la mía.
La tensión volvió a espesarse, pero esta vez yo no me detuve. Levanté a Zephyr como pude y la ayudé a ponerse en pie. Estaba temblando, pero sus ojos chispeaban con rabia.
—Tenemos que salir de aquí —le murmuré, y ella asintió.
Fue entonces cuando Pyrron habló otra vez, con esa voz que sonaba como un martillo sobre piedra.
—El Reino del Agua. Allí está la próxima grieta.
Mi corazón se detuvo un segundo.
—¿El Agua?
—Sí. —Pyrron extendió la mano sobre el mapa de obsidiana. La grieta azul palpitó como una herida viva—. No tenemos tiempo. Si Aetheon abre paso allí, todo el equilibrio se rompe.
Kael inclinó apenas la cabeza, sin apartar la mirada de la luz azul.
—Entonces iremos.
—Iremos —repitió Pyrron, como si la palabra fuera una llama encendida—. Tú, yo, y tu pequeña humana.
Zephyr soltó un resoplido ofendido, y Kael la envolvió en un vistazo frío que la hizo callar al instante.
Pyrron volvió a mirarme, con una sonrisa que no supe si era burla o advertencia.
—Será divertido ver cómo el Reino Luminar viaja al Agua en compañía de dos humanas.
Kael no respondió. Solo extendió la mano, y de su palma brotó un resplandor blanco que me obligó a entrecerrar los ojos. La luz se expandió, envolviendo a Zephyr y a mí como un manto. El frío se mezcló con calor, y por un instante todo desapareció.
Cuando abrí los ojos, ya no estábamos en la sala de obsidiana.
Estábamos afuera.
El aire ardiente del volcán nos golpeó el rostro, y frente a nosotros, más allá de las murallas negras del palacio, se extendía el horizonte: montañas que sangraban lava, y al fondo, como un resplandor imposible, un río que descendía hacia un valle lejano donde el agua azul brillaba con fuerza sobrenatural.
El Reino del Agua.
…
PRINCIPE:
Convocar a mi ejército nunca es un acto ligero. Basta con una orden, no con un mensajero que lleve palabras. Las tropas de Luminar se despiertan con la luz, y yo soy su luz.
Me encontraba en el risco más alto del reino del fuego, con el cielo abierto sobre mí. Aira y Zephyr dormían todavía, rendidas por el sopor que yo mismo había impuesto con un toque de mi poder. No podía permitirme que interfirieran. No en esto.
Abrí las manos. La energía recorrió mis venas como un río incandescente, y cuando exhalé, la luz estalló desde mi pecho hacia el horizonte. No era un rayo, no era fuego: era una llamada. Una vibración pura, blanca, que viajaba más rápido que cualquier sonido.
La tierra respondió.
Primero, un retumbar sordo, como tambores lejanos. Luego, alas. Decenas, cientos. Una bandada luminosa emergió de entre las montañas nevadas: grifos, hipogrifos, corceles alados con armaduras que brillaban como espejos. Sus crines despedían destellos, sus alas dejaban estelas de escarcha. Todos marchaban en perfecta formación, atraídos por mi señal.
Y entre ellos, lo vi.
Ardentis.
El más grande de todos, mi montura personal. Un águila colosal de plumaje blanco con vetas plateadas que parecían talladas en diamante. Su cuerpo no era solo de ave: las patas traseras eran firmes y fuertes como las de un caballo de guerra, capaces de sostener el peso de un palacio. Sus ojos, dos brasas heladas, me buscaron apenas apareció en el horizonte.
Aterrizó frente a mí con un golpe que hizo temblar la roca. Su grito metálico atravesó el aire, y toda la formación enmudeció. Se inclinó ante mí, bajando el cuello, ofreciéndome el lomo cubierto por plumas tan duras como la mejor armadura.