AIRA:
Al abrir los ojos, la penumbra azulada me golpeó como un sueño a medio deshacer. El aire era húmedo, frío, con un dejo salado que raspaba mi garganta. Tardé un segundo en entender dónde estaba. Ya no era el calor sofocante del Reino del Fuego ni la claridad cegadora de Luminar: ahora me rodeaba una cueva inmensa, viva, iluminada por corrientes que descendían por las paredes como venas de agua brillante.
Me incorporé con torpeza sobre el lomo de la criatura alada en la que había viajado. Zephyr seguía dormida a mi lado, el rostro sereno, como si nada pudiera despertarla.
“Kael…”, pensé de inmediato, y lo busqué con la mirada.
Lo encontré de pie, más adelante, frente a la entrada de la gruta. Alto, erguido, con el cabello revuelto por el vuelo y la armadura aún brillando con restos de su propia luz. Pero había algo distinto en él: inmóvil, tenso, como si el tiempo mismo se hubiera detenido. Su mano descansaba en el cuello de su montura, pero sus ojos estaban clavados en la penumbra del pasillo que se abría más allá.
Me puse de pie con cuidado, bajando de la bestia, y di un paso hacia él. La sensación fue inmediata: el aire frío que siempre lo rodeaba me envolvió como un manto invisible.
—Aquí —dijo Pyrron, apoyándose contra la roca como si la reclamara—. Es seguro. Al menos, por ahora.
Nos reunimos alrededor de la mesa improvisada. Y allí, con un gesto suyo, el mapa volvió a aparecer. No era de obsidiana esta vez: era de agua. Corrientes líquidas trazaban los contornos de los reinos, y en el centro, como una herida que palpitaba, estaba la grieta. Oscura. Viva.
Yo la miraba, inquieta. Pero cuando alcé la vista, lo vi a él.
Kael.
No apartaba los ojos de la grieta. Su cuerpo estaba rígido, sus manos cerradas en puños. La luz que solía rodearlo temblaba, como si estuviera a punto de quebrarse. Y entonces lo entendí: eso no era estrategia. Era memoria.
Su hermano.
La tensión lo envolvía y, cuando se dio cuenta de que lo observaba, ya era tarde.
—Tenemos que trazar la estrategia —dijo al fin, con esa voz helada que usaba como escudo. Nadie se atrevió a replicarle. Y de pronto, simplemente se levantó y salió.
Lo seguí con la mirada hasta perderlo en la oscuridad de la salida. Y después, sin pensarlo demasiado, fui tras él.
El aire de afuera me golpeó con un frescor distinto. El cielo estaba abierto, tachonado de estrellas que parecían indiferentes a todo lo que pasaba en el mundo. Lo encontré allí, de pie frente al río, los ojos cerrados como si necesitara que el universo entero lo olvidara.
Un crujido bajo mis pies lo delató. Él no se giró.
—Vuelves a seguirme —murmuró, sin abrir los ojos.
—No me hagas esto, Kael —respondí, la voz más tensa de lo que quería—. Quiero que me digas lo que pasó en esa sala.
Abrió los ojos y me miró. Sus pupilas brillaban, pero no con burla ni con desprecio. Con algo más oscuro. Algo que no había visto en él antes. Estaba erguido, desafiante… y roto.
—No necesitas saberlo —dijo, cada palabra fría, calculada.
—Sí necesito —insistí, y di un paso más cerca—. Vi cómo cambiaste cuando habló de tu hermano. No era solo orgullo. Era otra cosa.
Él rió, bajo, sin humor.
—¿Otra cosa? ¿Quieres que lo ponga en palabras bonitas para que lo entiendas?
Apreté los labios. No iba a retroceder.
—Quiero la verdad.
Entonces el aire se heló de golpe. Su luz blanca se encendió en la piel como un filo, y la brisa se volvió cortante contra mis brazos. Caminó hacia mí, lento, hasta que el frío erizó cada parte de mí.
—La verdad es que mi hermano desapareció esa noche —su voz salió como una cuchilla—. Y lo único peor que verlo arrastrado por las sombras de Aetheon fue sentir que no hice nada para detenerlo.
El silencio cayó. Solo el rugido de la cascada llenaba el vacío.
Abrí la boca para responder, pero él me cortó.
—¿Eso es lo que querías? ¿Que confesara que fallé? ¿Que no soy la perfección que tanto detestas?
Lo miré, y por un instante vi más allá del hielo. No al príncipe impecable, no al guerrero inalcanzable. Vi al hombre. Y mi corazón me traicionó al ablandarse.
Él lo notó. Y eso fue suficiente para que girara el rostro, rompiendo el contacto.
—Vuelve adentro, humana. Mañana necesitaremos fuerzas.
No me moví. No di un paso hacia la caverna, aunque él lo esperaba. Su orden quedó flotando en el aire como un filo helado.
—No —dije al fin, la voz baja pero firme.
Kael giró apenas el rostro, sus ojos brillando con esa luz fría que pretendía asustarme.
—Aira…
—No voy a entrar. No hasta que me digas la verdad.
Su silencio fue como un golpe. Lo vi tensarse, esa mandíbula rígida que parecía hecha para no ceder jamás.
—¿Qué verdad? —soltó, como si las palabras le quemaran.
—Lo que pasó con ella. —Mi pecho subía y bajaba con fuerza, pero no desvié la mirada—. Con la Reina del Agua.
Vi el cambio en sus ojos. Apenas un parpadeo, una grieta. Pero estuvo ahí. Esa luz blanca que siempre lo rodeaba titiló, inestable, como si mi pregunta hubiera removido un abismo que él mantenía enterrado.
—Eso no te concierne —respondió, más bajo de lo normal, como si temiera que el río lo escuchara.
—Claro que me concierne —repliqué, dando un paso más—. Estoy aquí, en medio de esto, arrastrada a tus guerras, perseguida por tus enemigos. Y si voy a arriesgar mi vida a tu lado, merezco saber quién eres de verdad.
Él apretó los labios. La luz a su alrededor se intensificó, helando el aire hasta que me dolieron los brazos.
—Vuelve adentro.
—Haz que lo haga —lo desafié, con la mirada clavada en la suya.
Y entonces, sin esperar respuesta, me giré hacia el río. El agua brillaba bajo la luna, clara y fría, con la corriente rugiendo como una bestia viva. Me solté la capa, la dejé caer en la orilla, y avancé hasta meterme de lleno, sin importarme el hielo que me cortaba la piel.