Aira

Un error

PRINCIPE:

El agua me rodeaba como un espejo roto. Cada corriente llevaba pedazos de un recuerdo que aún no sabía si quería entregar. Y sin embargo, ahí estaba ella, frente a mí, exigiendo la verdad como si tuviera derecho sobre mis cicatrices.

Aira.
La única capaz de verme titubear.

—Ella fue… distinta —dije al fin, mi voz grave, quebrando apenas el aire helado—. No como las demás reinas. No como nadie.

Vi cómo los ojos de Aira se entrecerraron. Había un brillo en ellos que reconocí al instante: celos. Y maldita sea, me gustó verlo.

—¿La admirabas? —su voz era baja, cargada de filo. No una pregunta inocente. Un reto.

Admirarla… ¿eso bastaría para describirlo?
Recordé su risa, como corrientes de agua clara. Su forma de hablarme sin miedo, como si la corona y la guerra no significaran nada. Recordé sus manos rozando las mías, aquella sensación de que el mundo podía detenerse. Y recordé también cómo me dejó, cuando eligió la lealtad a su reino antes que a mí.

Tragué saliva.

—La admiraba… y la quise.

Lo dije sin apartar los ojos de Aira, esperando ver algún destello de rabia, de dolor, de esos celos que siempre terminan mostrando las verdades. Pero nada.

Su rostro permaneció quieto, impasible.

“Qué fría”, pensé, con un nudo extraño en el pecho.

No era lo que había esperado. Ni una grieta, ni una mueca. Nada.

—Ya veo —respondió al fin, con un encogimiento de hombros que me atravesó más hondo que un grito. Como si lo que acababa de confesarle no significara absolutamente nada.

Mi mandíbula se tensó. ¿Eso era todo? ¿Nada? ¿Así de fácil lo iba a dejar pasar?

El río rugía entre nosotros, pero el verdadero ruido estaba en mi cabeza. Una parte de mí quería tomarla por los hombros y obligarla a reaccionar, a mirarme con cualquier cosa menos con esa calma fingida.

Di un paso más hacia ella, el agua helada rodeando mi cintura, y bajé la voz.

—No te importa, ¿verdad? —murmuré, casi con desprecio.

Aira ladeó la cabeza, mojada hasta los hombros, y sus labios se curvaron apenas en algo que no supe si era una sonrisa o un desafío.

—¿Por qué debería? No soy yo la que está atada a fantasmas del pasado.

Me atravesó como un golpe.

Oh, sabía dónde herir. Siempre lo sabía.

La rabia y la fascinación se mezclaron en mi pecho de manera peligrosa. Y, contra todo juicio, me encontré sonriendo, oscura, lentamente.

—Eres cruel.

—Solo sincera —respondió ella, firme, sin pestañear.

“Cruel, sincera, imposible…” pensé, y el agua se estremeció a nuestro alrededor como si compartiera mi agitación.

La quería romper, quería verla perder esa máscara de indiferencia.

Porque aunque pretendiera que no le importaba, yo lo sentía.

La vibración en el aire, ese pulso en su respiración.

No me mientas, Aira.

—Muy bien —dije al fin, inclinándome apenas hacia ella, mi voz rozando su piel húmeda—. Si no te importa… entonces soportarás escuchar el resto.

Su mirada titiló apenas, y esa mínima grieta fue suficiente para hacerme sonreír de nuevo.

—Muy bien —murmuré, inclinándome apenas hacia ella, dejando que mi voz rozara el filo de su piel mojada—. Si no te importa… entonces soportarás escuchar el resto.

Aira no retrocedió. Por supuesto que no. Era demasiado orgullosa para darme ese gusto.
Pero su respiración cambió, apenas un matiz, como un quiebre en una melodía perfecta. Y eso bastó para confirmarme lo que ya intuía: no era indiferencia. Era otra cosa.

—Hablas demasiado —respondió ella al fin, sus ojos fijos en los míos, como si quisiera atravesarme con la mirada.

Sonreí. No esa sonrisa cortante que reservo para los reyes y los generales. Una más oscura, más peligrosa.
—Y tú escuchas demasiado.

El agua se estremeció en torno a nosotros, fría, vibrante. Estábamos demasiado cerca. Lo suficiente para que la luz blanca que me envolvía se reflejara en su piel mojada, como si la reclamara.

—Ella me enseñó lo que era el deseo —continué, despacio, cruel, como si probara cada palabra en su oído—. Lo que era perderme en alguien al punto de olvidar mi deber.
Mi mirada descendió, inevitable, hacia sus labios empapados. Y volví a subir, lento, hasta atrapar sus ojos.
—Pero al final, lo olvidé todo por ella. Y lo pagué caro.

Aira tensó la mandíbula. Esa mínima reacción me arrancó un triunfo silencioso en el pecho.

Sí que te importa.

Me incliné un poco más, tanto que el frío que desprendía rozó su cuello.
—¿Quieres saber lo peor, Aira? —pregunté, mi voz apenas un susurro.
—Sorpréndeme —contestó, desafiante, aunque su voz se quebró apenas.

—Lo peor —dije, disfrutando de la tensión que nos rodeaba— es que ahora, contigo, siento lo mismo.

El silencio que siguió fue brutal. El rugido del río, el brillo del agua, el frío que se mezclaba con el calor de su respiración… todo se volvió insoportable.

Vi cómo sus pupilas se dilataron, cómo sus labios se entreabrieron apenas, como si el aire le faltara. Y entonces lo supe: había dado en el centro.

Me enderecé un poco, sin romper el contacto de nuestros ojos, y dejé que la sonrisa se ladease apenas, traviesa, letal.
—Pero tranquila, humana. —Pronuncié la palabra como un veneno dulce—. No voy a cometer el mismo error dos veces.

Me giré, como si me dispusiera a alejarme, dejando que la corriente me envolviera. Pero en el fondo… esperaba.
Esperaba que me detuviera.

Di la media vuelta, el agua helada mordiéndome hasta los huesos, y avancé un paso como si me alejara. Pero el río no rugía igual: se sentía expectante, como si incluso la corriente esperara su reacción.

—¿Eso es todo? —su voz me alcanzó, afilada, herida.

Me detuve. No porque quisiera… sino porque la maldita mujer había dado justo en el punto que dolía.

Giré apenas el rostro, lo suficiente para verla todavía allí, temblando por el agua y la rabia, con ese brillo en los ojos que no supe si era furia o algo mucho más peligroso.




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