Aira

XVII

Un silencio pesado

AIRA

—Kael… —su nombre se escapó de mis labios antes de que pudiera detenerlo.

Por un segundo creí que se detendría. Que giraría el rostro. Que esa grieta en su máscara de hielo se abriría por fin y me dejaría entrar.

Pero no.

El agua se iluminó con un último destello de su luz cuando él se apartó, dándome la espalda sin una sola palabra. Caminó hacia la orilla, cada movimiento suyo firme, implacable, como si ni el río pudiera desafiarlo.

Lo vi recoger su capa con una calma insoportable, cubrirse de nuevo con su armadura de hielo, y marcharse hacia la oscuridad de la caverna. No volvió a mirarme. Ni una vez.

El río rugió más fuerte, como si quisiera tragar el silencio que me dejó clavado en el pecho.

Me quedé allí, sola, con el agua helada entumeciéndome los huesos y el corazón ardiendo por dentro. No entendía qué era peor: que Kael hubiera preferido marcharse… o que yo hubiera querido que se quedara.

Respiré hondo, obligándome a salir del agua. Cada paso de regreso hacia la orilla se sintió como un fracaso. Me envolví en la capa empapada, aún temblando, y regresé hacia la cueva con la determinación de no volver a llamarlo.

No más.

Pero mientras me adentraba en la penumbra, una voz en mi interior —esa que siempre me hablaba en los bordes del viento— susurraba que aquello no había terminado. Que lo que Kael escondía, lo que me negaba, acabaría arrastrándome de nuevo hacia él.

Y lo odié.
Odié esa certeza tanto como odiaba la forma en que su nombre todavía quemaba en mi lengua.

El aire dentro de la caverna estaba más pesado que antes, como si la roca hubiera absorbido algo de la tensión que había quedado en el río. Las corrientes de agua seguían descendiendo por las paredes, brillando con ese resplandor azulado que parecía burlarse de mí, recordándome lo helada que había estado bajo la mirada de Kael.

Zephyr aún dormía profundamente, ajena a todo. Pyrron estaba de pie, recostado contra la pared, con esa calma peligrosa que jamás era descanso real. Me observó cuando entré, arqueando una ceja.

—Te ves… fría —dijo, con un dejo de diversión en su voz.

No respondí. Me limité a apretar los labios y sacudirme el agua de los brazos antes de cubrirme con la capa empapada. Pero él no necesitaba respuesta; esa sonrisa suya ya lo decía todo: había notado.

Lo odié un poco también por eso.

Y entonces lo vi.

Kael estaba sentado frente al mapa de agua, su luz bañando la mesa improvisada como si nada hubiera pasado. Sus dedos delineaban los contornos líquidos de los reinos con precisión impecable, como si el destino entero estuviera bajo su control. No levantó la vista cuando entré. Ni siquiera cuando pasé junto a él para alcanzar un rincón de la sala.

Me ignoró.

Como si el río, las palabras, el desafío entre nosotros no hubiera existido jamás.

El pecho me ardió de rabia. Parte de mí quería gritarle, obligarlo a mirarme. La otra parte —la que no entendía por qué mi estómago se encogía al verlo así de frío— me pedía que guardara silencio.

Me senté en un rincón, lo más lejos posible, fingiendo que el suelo húmedo era suficiente refugio.

Pero cada tanto, aunque juraba que no iba a hacerlo, mis ojos se desviaban hacia él. Y allí estaba: Kael, perfecto, intocable, iluminando el agua con esa serenidad gélida que lo hacía parecer más estatua que hombre.

No había rastro del brillo travieso que había visto en sus ojos antes. Ninguna grieta en su armadura. Nada.

Me odié por desear que lo hubiera.

Y cuando al fin sus dedos se detuvieron sobre el mapa, mi corazón dio un vuelco absurdo, como si hubiera esperado que dijera mi nombre.

Pero su voz fue tan neutral como el filo de un cuchillo:

—Mañana partimos al corazón del Agua. Descansen.

Eso fue todo. Ni una mirada. Ni una palabra más.

Como si yo no existiera.

Me mordí el labio hasta hacerme daño. Y juré, en silencio, que si Kael quería jugar a ignorarme… yo aprendería a devolverle el juego.

Aunque el viento, testarudo, susurraba que ese juramento era tan frágil como yo.

El aire se espesó en la caverna. Nadie habló. Solo el rumor constante del agua llenaba el silencio, y en ese murmullo juré escuchar algo que no debería estar ahí: el eco de su voz, repitiendo las palabras que no terminó de decirme.

Me giré hacia el fuego tenue que Pyrron había conjurado en un rincón. Las llamas bailaban despacio, como si también midieran su respiración para no provocar otra tormenta.
Cerré los ojos, intentando olvidar su rostro, la forma en que el agua había reflejado su luz… pero era inútil. Kael seguía allí, incluso con los ojos cerrados.
Su silencio pesaba más que cualquier palabra.

“Déjalo”, me dije. “Déjalo arder solo.”

Pero el viento, ese maldito viento que siempre había sido parte de mí, se coló entre las grietas de la cueva y me trajo su nombre.
Kael.
Como si incluso el aire se negara a soltarlo.

Me giré de nuevo, sin querer, buscando algo que no debería buscar. Y lo encontré.
Por un instante, su mirada me alcanzó.
No fue larga ni dulce. Fue un roce apenas, un parpadeo entre dos almas que no sabían si atacarse o rendirse.
Y luego, simplemente, volvió a apartar la vista.

El frío se me clavó más hondo que el agua del río.

Bien.
Si quería distancia, la tendría.

Me envolví con la capa y me acosté de lado, de espaldas a todos. Fingí dormir mientras la luz de Kael se apagaba poco a poco.
Pero el último pensamiento que me atravesó antes de caer en la oscuridad fue uno que odié con toda mi alma:

Él había ganado.

Porque aunque no me mirara, aún lo sentía respirando dentro de mí.
Y eso —maldita sea— era exactamente lo que no podía permitirme.




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