La reina
KAEL:
El silencio después de la tormenta siempre es lo peor.
Cuando la tensión cede, lo que queda es el eco. Un espacio donde los pensamientos se amplifican hasta volverse insoportables.
La caverna estaba llena de ese eco.
Podía sentirla a mis espaldas. Aira.
Su respiración era leve, pero no dormía. No todavía. Fingía hacerlo, como yo fingía no saberlo.
Y cada vez que exhalaba, el aire cambiaba. Se movía distinto, más denso, más eléctrico, como si respondiera a ella. Como si el viento mismo reconociera algo que yo todavía no quería admitir.
Encendí una chispa de luz sobre el mapa de agua. Los contornos de los reinos se delinearon otra vez, suaves, temblorosos. Pero mis pensamientos estaban en otro lugar.
En el río. En el sonido de su voz desafiándome. En la manera en que el agua se pegaba a su piel como si el mundo entero quisiera recordarme lo que no debía mirar.
Idiota.
Me pasé una mano por el rostro y respiré hondo, intentando enfriar lo que me ardía dentro.
No era deseo —me repetí—, era provocación. Era orgullo herido.
Y sin embargo, algo en el pecho no obedecía.
Recordé la mirada que me lanzó antes de entrar al agua. No era solo desafío. Era… curiosidad. Hambre, quizá. Y algo más profundo: una vulnerabilidad que no encajaba con su lengua afilada.
Ella no lo sabía, pero cada vez que me desafiaba, me obligaba a mirarla más de lo que quería. Y ese era el verdadero peligro.
—No duermes. —La voz de Pyrron interrumpió mis pensamientos.
No lo miré. Sabía que estaba apoyado en la roca, observándome con esa mezcla de sorna y advertencia que usaba cuando creía entender más de lo que debía.
—Y tú sí, imagino —respondí, con ironía.
Él soltó una carcajada baja.
—Dormir es para los que no cargan con fantasmas.
Alcé la vista. Sus ojos rojos reflejaban el agua con un brillo casi demoníaco.
—Tú tienes suficientes de esos —dije.
—Y tú uno que no te deja en paz. —Sus palabras fueron un dardo certero—. La muchacha.
Me tensé.
—No metas tus llamas donde no pertenecen.
Pyrron levantó las manos, teatral.
—Tranquilo, príncipe. Solo digo lo evidente. La miras como quien intenta recordar algo que no quiere aceptar.
Mi luz titiló.
—No sabes nada.
El brillo de la chispa se apagó lentamente, tragado por la oscuridad.
El eco del agua fue lo único que quedó entre nosotros.
Pyrron no insistió. Era inteligente. Sabía cuándo detenerse antes de quedar reducido a cenizas, y aunque sus palabras eran fuego, sus silencios pesaban más.
Yo volví la vista hacia la entrada de la caverna. Afuera, el amanecer aún no existía; solo una penumbra viscosa que anunciaba el cambio. La calma antes de que todo volviera a arder.
Dormí poco esa noche —si es que a eso se le podía llamar dormir—. Los recuerdos no dejaban de golpear. El río, su mirada, el temblor en su voz cuando dijo mi nombre… como si de verdad creyera que yo la escucharía.
Cuando por fin dejé de darle vueltas a los recuerdos, ya no había nada de noche en la caverna… pero tampoco amanecía.
Luminar siempre tenía ese gris indeciso antes de que la luz azul emergiera desde las profundidades.
Un respiro suspendido.
Me puse de pie despacio, estirando los músculos tensos.
Pyrron dormía hecho un ovillo de fuego apagado, con un brazo sobre la cabeza.
Aira… no.
Ella seguía donde la había dejado, recostada sobre la roca húmeda, en esa postura extraña entre descanso y alerta.
No era fácil saber si estaba dormida, pero su respiración seguía tranquila, así que decidí no acercarme.
No todavía.
Me incliné sobre el mapa de agua. Las líneas habían bajado un poco; la superficie estaba más calmada.
Buen síntoma.
Eso significaba que podíamos seguir moviéndonos sin preocuparnos por desbordes o cambios bruscos en las corrientes del reino.
Me enderecé y carraspeé, apenas lo suficiente.
—Aira —llamé.
Ella abrió los ojos al instante, como si hubiera estado aguardando.
Parpadeó, desorientada un segundo, y luego me miró con ese gesto entre desafiante y cansado que ya empezaba a reconocer.
—¿Ya es hora?
—Sí. —Asentí—. Debemos avanzar antes de que las mareas internas cambien de nuevo. Si queremos llegar a la Reina del Agua antes del atardecer, no podemos perder más tiempo.
Aira se incorporó, estirándose con un gesto leve de dolor en los hombros.
El agua fría no era amable con los forasteros.
Pyrron gruñó desde el suelo:
—¿Amaneció ya? Porque tengo los huesos más fríos que un cadáver.
—No ha amanecido —respondí—, pero no vamos a esperar a que las luces se formen. Nos vamos en cuanto asegur… Pyrron, despierta de verdad.
El demonio bostezó, levantándose mientras sacudía gotas de humedad de su cabello rojo.
—Ya, ya. —Miró a Aira con media sonrisa—. Qué bien te ves para haberte peleado con medio reino ayer.
Aira rodó los ojos.
—El reino empezó.
Pyrron soltó una carcajada.
—Y tú lo terminaste.
—Basta —intervine—. Recuerden por qué estamos aquí. La Reina del Agua no recibe visitas improvisadas. Si quiere vernos hoy, será porque llegamos antes de que cambien las corrientes. Si no…
No terminé la frase.
Aira frunció el ceño.
—¿“Si no”… qué?
—Las puertas se cierran —dije—. Y no se abren hasta que el reino lo permite.
Pyrron añadió:
—…que puede ser en un día, una semana o un mes. O dos.
Aira me miró fija.
—Entonces no tenemos opción.
—Exacto. —Tomé mi capa, ajustándola—. Recojan lo poco que tengan. Avanzaremos por los túneles de marea. Si tenemos suerte, el agua estará baja.
—¿Y si no? —preguntó Aira.
—Nadaremos —respondió Pyrron, demasiado alegre para mi gusto.
Aira palideció apenas.
—Genial.
La observé mientras se levantaba.
Estaba cansada, pero firme.
Había algo en ella… algo que no sabía nombrar, algo que intentaba no ver.
Me obligué a apartar la mirada.