Aira

XXI

La muerte

AIRA:

Él no sonrió.
Pero la luz se curvó como si quisiera hacerlo por él.

—No lo recordarás todavía —respondió con una calma peligrosa—. Eso… vendrá después.

No me gustó su respuesta.
No me gustó la forma en que mi corazón reaccionó a su voz.

Me obligué a levantar la barbilla.

—¿Dónde estoy?

—En mi reino.

Un escalofrío me recorrió.

Mi reino.

Soltó esas dos palabras como si fueran inevitables, como si mi presencia en él fuera un hecho antiguo, escrito antes de que yo naciera.

Se acercó otro paso.

No me tocó.
Ni extendió la mano.
Ni intentó tranquilizarme.

Y eso lo volvió aún más intimidante.

—Necesitas levantarte —dijo—. Este lugar no es seguro para permanecer acostada.

No si él estaba ahí.
Y aun así, me moví.

Sus ojos siguieron cada movimiento, no de manera depredadora… pero sí de manera calculada. Como si intentara decidir qué hacer conmigo.

Me mareé un poco al ponerme de pie.
Él lo notó. No se acercó.

—El viaje a través del umbral deja huellas —explicó—. Tus recuerdos volverán poco a poco.

—No recuerdo ningún viaje —susurré.

—Lo sé.

Sentí un nudo de frustración y miedo.

—Dime tu nombre —exigí, aunque la voz me temblara.

Él parpadeó una sola vez, como sorprendido de que me atreviera a preguntarlo.

El aire alrededor de él cambió.
Más denso.
Más vivo.

—Me llaman, La muerte.

La palabra quedó suspendida entre nosotros.
No hizo falta que él la repitiera.
La muerte.

No un título.
No una metáfora.
Lo dijo como si fuera… una definición.
Una condición eterna.
Una verdad que no necesitaba explicación.

Mi espalda tocó la pared viva sin que lo notara. Sentí cómo la membrana latía, como si el cuarto completo reaccionara al nombre que había pronunciado.
O tal vez reaccionaba a mi miedo.

—La… muerte —repetí en un hilo de voz, intentando comprender—. ¿Eso es un nombre?

—Es el único que importa —respondió él, sin arrogancia, sin dramatismo… solo certeza.

Sus pasos eran lentos, medidos. No necesitaba apresurarse. No necesitaba demostrar poder. Él era poder. Cada vez que avanzaba, el aire se hacía más espeso, más difícil de respirar, como si la sombra que lo rodeaba apagara cualquier otro sonido.

La criatura pequeña —la cosa huesuda con ojos de luz— ronroneó y se frotó contra su pierna. Él apenas bajó la mirada hacia ella, pero el gesto fue suficiente para que el pequeño ser se quedara quieto, como un soldado recibiendo una orden muda.

Yo tragué saliva.

—¿Por qué… te llaman así? —pregunté, aunque parte de mí temía escucharlo.

Él alzó una ceja, apenas, como sorprendido de que tuviera el valor de seguir hablando.

—Porque donde camino —dijo, sin apartar esos ojos oscuros e insondables de mí—, todo lo que no me pertenece… termina.

Un escalofrío agudo me recorrió la columna.

No gritó.
No amenazó.
Pero cada palabra tenía el peso de una sentencia.

—Y yo… ¿te pertenezco? —pregunté antes de poder detenerme.

Idiota.
Idiota.
¿Por qué habría dicho eso?

Sus ojos se entornaron, estudiándome.
No como un hombre observa a una mujer…
Sino como algo antiguo observa una pieza que esperaba desde hace siglos.

—Todavía no —respondió.

Todavía.
La palabra me golpeó el estómago.

—Entonces… déjame ir —intenté. Sabía que no funcionaría. Pero lo dije igual.

Él inclinó la cabeza ligeramente, un gesto que no debería haber sido tan… absorbente.

—Aira —susurró, pronunciando mi nombre como si fuera un secreto que solo él tenía derecho a usar—. Si pudieras irte… ya lo habrías hecho.

Mi corazón tropezó contra mis costillas.
Miré a mi alrededor. No había puertas.
No había ventanas.
Solo esa sala que parecía respirar conmigo. O contra mí.

—No eres prisionera —dijo, como si leyera mis pensamientos—. No en el sentido que imaginas.

—Entonces… ¿qué soy?

Por primera vez, su expresión cambió. No sonrió. No mostró emoción. Pero algo en la oscuridad que lo envolvía se movió, como si se tensara… o se alegrara.

—Una pieza que finalmente ha vuelto al tablero.

No entendí.
No quería entender.

—No sé qué significa eso —admití, con más enojo que miedo esta vez.

—Lo sabrás —respondió, acercándose un paso más. Esta vez la luz tembló alrededor de su figura—. Cuando tus recuerdos despierten, tú misma vendrás a buscarme.

Una punzada de algo —algo caliente, eléctrico— se deslizó por mis brazos.
No era miedo.
O no solo miedo.

—No voy a buscarte —repliqué, apretando los dientes.

Él no se detuvo.
No retrocedió.
Solo dijo, con esa voz que parecía caricia y condena:

—Siempre lo haces.

Mi respiración se quebró por un instante.

Entonces extendió una mano, no hacia mí, sino hacia la criatura.
El pequeño ser huesudo se acercó con un saltito, feliz, dejando escapar un sonido agudo.

—Llévala al corredor —ordenó él, con esa autoridad tranquila que no necesitaba elevar el tono—. Aún no debe ver más de lo necesario.

La criatura volvió su cabeza triangular hacia mí.
Sus ojos de luz se iluminaron.
Y sentí —en mi mente, no en mis oídos— una palabra:

Sígueme.

Miré al rey.
A La Muerte.
A ese ser que no conocía… y que mi cuerpo, de alguna forma retorcida, sí.

Él dio media vuelta, sin esperar mi respuesta, su silueta tragada por la sombra que parecía amarlo.

Y antes de desaparecer, dijo algo sin mirarme:

—Aira.
No intentes huir.

Mi pecho se cerró.

Seguí a la criatura huesuda —que avanzaba con saltitos extrañamente elegantes— y atravesé la abertura que él mismo había formado en la pared.
Esperaba oscuridad.
Esperaba un túnel húmedo, una prisión, algo… fúnebre.




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