Las vibraciones en su lecho provocaban el despertar de Aisha. El kanún, el instrumento preferido de su padre que todas las mañanas tocaban los músicos de la corte, hacía magia en sus tímpanos. Su corazón latía al ritmo de cada cuerda mientras sus brazos, delicados pero guerreros, ondulaban al son de la melodía apartando las finas sábanas que cubrían su cuerpo.
Eran tan solo las 4:08 de la madrugada, pero en el palacete todos andaban despiertos. Los últimos acontecimientos no permitían el lujo del descanso: el reino estaba amenazado y, como siempre, había que mantenerse alerta para no perder la paz que, hasta en ese momento, regía en la ciudad nazarí.
A ojos de los demás, Aisha era la mujer más afortunada que habitaba en aquellos lares. Hija única del sultán, no le faltaba un solo capricho que los esclavos no cumpliesen. Pero el brillo de sus pupilas delataban la mezcla de rabia y tristeza que en su ser habitaban. Nadie entendía por qué se empeñaba en merodear por la Alcazaba, recinto ocupado por las fuerzas militares y, por tanto, el lugar más peligroso de toda la fortaleza. Sin embargo, allí era dónde irónicamente más protegida se sentía. Su capacidad de análisis y observación junto a su inteligencia hacían de Aisha un ser peligroso. Pero eso nadie lo sabía. Sus vestidos forjados de oro contrastaban con la suciedad de las armas que en las manos de los vigilantes descansaban. Su coqueto balanceo distraía a los hombres que embobados la observaban sin saber que ellos mismos eran vigilados por ella. La sonrisa de Aisha escondía el final de la historia, pero nadie supo verlo, ni siquiera ella misma.
El sultán les tenía prohibido hablar con su hija, pero ella nunca se daba por vencida. Su tenacidad por descubrir cómo ayudar a proteger la paz de su reino le hacía inventarse mil maneras de que esos hombres abriesen la boca para ella. Pero el miedo a la muerte era superior a los encantos de la chica. Eran subordinados experimentados, sabían que una simple palabra podía costarles una buena tortura.
—Aisha, vuelve al palacete. Un día tu padre te va a pillar y nos matará a todos por dejarte entrar —le recriminaba el jefe de la cuadrilla en un tono serio. Para todos, la joven era la protegida, nada ni nadie podía acercarse a ella, ni rozarle el viento siquiera. Esas eran las órdenes del sultán. Suspirando con pesadez, Aisha hacía caso al jefe, ya ni siquiera se molestaba en discutirle. Luego haría lo que quisiese.
Aquella mañana, conforme las horas pasaban y los rayos del sol comenzaban a reflejarse en la poesía que mostraban las paredes, entonaba en un sonido bajo, el canto del poema que, según ella, era el más romántico que se encontraba escrito por allí. Solo entonces, su sonrisa más sincera aparecía. «Pronto llegará el día en que nuestro amor se una, aunque nadie pueda entendernos», eran sus pensamientos mientras tarareaba. Todos los días hacía el mismo ritual y, tanto tiempo había pasado, que consiguió aprenderse las filas de cada verso del poema. ¿Cuánto tiempo quedaba para que pudiese revelar su verdad?
Mientras terminaba su recital, cuatro disparos se escucharon silenciando la ciudad. La tensión comenzó a recorrer su cuerpo: sabía que había llegado la hora de demostrarse que podía hacerlo. Partiendo de aquel lugar se recorrió los principales patios buscando el camino más corto para llegar a su habitación mientras ocho disparos más retumbaban en las calles. Allí, su madre le esperaba sentada en la cama rezando en voz baja. Su cara demostraba lo asustada que se encontraba. Su hija era su mayor tesoro y ahora se empezaba a arrepentir de haberse mostrado a favor de las locuras de la niña. Ella y Nadir eran los únicos que conocían sus intenciones y ahora nadie podría detenerla.
Rápidamente y bajo la atenta mirada de su madre, Aisha se despojaba de su vestido mostrando lo que realmente sentía por dentro. Un atuendo de guerra, completamente preparado para enfrentar a su mayor enemigo reflejaba sus más oscuros sentimientos de venganza. Escondió un cuchillo en su bota derecha y se colgó de la cadera, aquella que con gracia por la mañana movía, un arma que bien sabía cómo manejar. Porque cada noche, después de que todo el personal durmiera, ella se escapaba al monte más lejano para practicar lo que en sus soldados veía y aprendía. Un campo de tiro que ella misma decidió fabricarse cuando sumarse a la causa supuso la única vía para ser feliz.
Un beso en la frente fue la señal que su madre necesitó para saber lo que tenía que hacer. Confiaba en su hija y, tal y como tenían planeado, salió de aquella habitación para perderse entre los maravillosos laberintos que la Alhambra ocultaba.
El revuelo comenzaba a hacerse cada vez más fuerte. A través de su ventana observaba cómo desde lejos las tropas enemigas a su padre se acercaban cada vez más. Él estaba entre ellos. Era el 48 de la fila, ella lo sabía. Esa combinación de números siempre había sido especial, la fila 48 que escondía el mejor verso de amor que alguna vez él le dedicó.
El tiempo parecía haberse parado mientras esperaba la siguiente señal. Desesperada, observaba el medallón que el cajón que reposaba a los pies de su cama guardaba con demasiado cariño. Amarrándolo con fuerza se prometió que iba a salir bien y que todo lo haría por ella. Un ruido sonó contra su cristal mientras se colgaba al cuello esa pieza tan importante que representaba parte de su vida. Era la señal.
Subiéndose en la cama consiguió llegar a la claraboya que le permitía la salida del cuarto sin ser vista por sus protectores. Con cuidado, desplegó todo el arsenal que tenía preparado para bajar de aquel torreón. Nadir vigilaba que nadie se acerara mientras confiaba en las habilidades de Aisha. Muchas habían sido las noches que juntos practicaron el tiro, sabía que no necesitaba de su ayuda.
Una vez abajo, sus miradas reconocieron el regocijo de la victoria. Solo con el hecho de tocarse ya era un logro dadas las circunstancias. Nadir, ese hombre del que había estado enamorada desde que era niña por fin sería suyo, no sin antes acabar con quién tanto daño le había hecho: su propio padre.