Darío se encontraba a punto de una encrucijada, despertó de su sueño, notó en el aire un aroma a huevos fritos y churrasco, «mi comida favorita», se dijo, al levantarse notó que el cielo resplandecía de una forma inusual, el ambiente estaba cálido, la ventana de su cama que daba a la cabecera la notó un poco abierta, el viento remolineó dentro del cuarto removiendo el polvo y unas hojas, desacomodando cortinas que yacían colgadas. Caminó por el corredor, sus pasos lentos repercutían en el piso de madera. Las gotas del rocío caían al suelo dando vida a una pequeña planta que filtraba por una abertura en la cocina, el pequeño se sentó a la mesa, los platos estaban servidos, con su respectiva humareda diciendo que fueron recientemente servidas. Pensó que José había ido al baño y su tío a lavarse las manos como lo hacía habitualmente, empezó a devorar su comida, al momento de desayunar notó que la comida no cesaba, sino que aumentaba. Esto le llamó la atención, al saciar su hambre, escuchó cantar a alguien, su curiosidad lo llevó a mirar fuera de la casa, se preguntó: ¿por qué la voz no era como las que había escuchado antes? Esta era dulce, y te llevaba al cielo, «eso es lo que siempre dijo Darío al contar esta parte», al acercarse a la puerta vio a alguien, vestido de blanco, sus alas destilaban extrañas sensaciones, recuerdos venían llamando su atención, pudo recordar a un bebé escapando y llorando, y un hombre de pelo largo, con una cicatriz en su mentón, en una noche de lluvia, la mente disparada llegando a la cuna donde una señora de risa dulce lo llamaba Darío. Al volver en sí pudo distinguir varios personajes descendiendo del cielo, grandes y potentes voces colmaban este escenario, junto a la primera voz se unieron cientos de voces, caminó para contemplar el cielo, deslumbrado quedó con el manto que caía del cielo a la tierra quedando suspendida en una perfecta rectitud, caminó hacia delante a medida que se fue acercando divisó una perla o eso fue lo que creyó ver, un impulso lo llevó hasta la perla que brillaba.
—¿Un cofre arriba de esto? —se dijo—. Tal vez mi tío me regalará mi espada para matar dragones —se dijo—, esta espada que cuelga arriba de este manto será mía.
En su tapa había una espada con mango de oro que brillaba como el sol, una incrustación de cristales preciosos, con un zafiro en la punta del mago, con una inicial escrita que no conocía, la hoja era de hierro y un fuego recorría la hoja, estaban talladas unas palabras: “reino y poder”, inquieto y curioso por ver lo que había dentro escuchó a alguien que lo llamaba, una voz que solía venir del viento que soplaba de las cuatros puntas.
—Darío, despierta, Darío… Darío, despierta —susurró la voz.
—Mmm, no, no —dijo el pequeño dormido—. No, estoy por abrir el cofre —dijo entredormido.
—Vamos, arriba que la marcha está por empezar.
—No, ya lo estoy por abrir. Sí, ya lo tengo, me falta un poco.
—Darío, es tiempo de que despiertes —dijo Jack disgustado—. ¿Qué cofre? Estás en tus sueños nuevamente.
Exaltado y dormido salió de prisa corriendo por toda la casa con su almohada, abrazándola como si fuera lo último en su vida.
Jack enfadado, increpó al muchacho —uno de estos días este muchacho va a matarme del susto—, salió tras él, esperando una respuesta buena.
Del otro lado de la ciudad de Malivales, despertaba un animal. Por el rocío de su alrededor, trató de sacudir su sueño estirando sus extremidades, con un bostezo cerró su boca. El silbido llamó su atención, levantó su cabeza torciendo hacia la derecha, escuchó nuevamente ese silbido potente que resonaba, por segunda vez levantó su cabeza disponiendo su cuerpo a correr, el hambre lo llamaba, tal vez su dueño tendría el plato preparado, al pasar por el bosque Almada, se topó con dos trolls de los malos tiempos solo que estos eran esculturas, recordando al pueblo las batallas pasadas, llegó al camino a todos lados y dobló por la calle margarita, aminorando su velocidad, la luz hacía un tanto difícil poder identificar a nuestro personaje, caminó por los almacenes tratando de buscar algo que comer, entró por callejones, la ciudadela dormía, el castillo se veía aun iluminado, las antorchas coronaban la grandeza del castillo, el pueblo bajaba como ladera hacia el mar, las calles de piedra, la tienda del viejo Marck, el anticuado señor Monto y su tienda Maravillas del Mar, aún seguían cerradas, la primera brizna de luz se vio salir de detrás de la montaña que quedaba detrás del castillo, el sol asomaba su cara desbaratando las obras de la noche, entre tanto el animal tomó forma de caballo silvestre o camello, o lo que parecía ser un perro olfateando por aquí y por allá; una pequeña subía al pueblo a vender y comprar artefactos para su abuelo.
—No debo olvidarme —pensó, y trató de recordar una vez más todo lo que necesitaba comprar—. Pan, leche, huevos, galletas.
Mientras miraba al suelo, llamó su atención una silueta negra, que se esfumó al doblar la esquina, se quedó contemplando esa esquina y volvió a persuadir su atención, «¿qué será?, se dijo». Su curiosidad llevó a la pequeña a esa esquina, y nuevamente vio que dobló a su derecha, lo siguió en punta de pie, en momentos corría, este complejo animal pasaba desapercibido, el pueblo aún seguía quieto, el cielo mudaba su atuendo marino vistiendo así su tapado color celeste mostrando su belleza, cada casa en su respectivo lugar, las paredes de piedra caliza, balcones enmohecidos, letreros viejos que yacían en las entradas de cada casa, árboles resecos; cruzaron la plaza central Maliveriana, se situaban árboles pequeños y grandes, rebosando de vida en flores alelís, danzaban al son del viento. Las Húrtendas encendidas, estas nacían en Malivales, se decía que traían mensajes del cielo. Una estatua se encontraba desmoronada en el centro de ella, con unos símbolos.