Esto fue lo que pasó con Darío esa mañana, en el momento del ataque el pequeño escuchó un ruido, su intranquilidad e inmutable lloriqueo dejaron impune su decisión, Max a la orden de José, tomó de su brazo al niño, colocándolo en su espalda, se aferró fuerte a su pelaje largo y suave, lo último que escuchó fue los alaridos del Dragón escarabajo; tomaron el primer sendero que vio el perro, corrió hasta estremecer sus piernas, cruzó árboles, animales que Darío en su vida había visto, olores que no se había imaginado e imágenes que en tu vida podías haber visto, lagos extensos quietos de ruido, valles y extensiones de tierra, el sendero se extendió hacia la derecha yendo al sur donde la hierba ascendía y descendía, el sol se entretejía entre los árboles austeros, el frío se acercaba dando lugar a la ventisca del sur, lo último que quedaba del calor intenso se apagaba con cada nube que tapaba el estupor del rayo imponente, la brisa hacía tiritar el sur Maliveriano, nuestros amigos se sumaban a este desafío. De pronto otro gran estanque se pudo divisar colina abajo, donde el perro tomó un pequeño descanso. Retomó el sendero, adelante se divisaba el valle Avisado, los abetos coloreaban la larga extensión almidonando las laderas, vistiendo arroyos, dando vida al silencio que se imponía por delante, nuestros amigos cruzaban senderos que solían disparar, de derecha a izquierda, grandes tumultos de hierba almidonadas alejando sin fines de polen, piedras incrustadas perfectamente colocadas a su derecha e izquierda, una escultura de piedra se lucía a su derecha que decía:
Al viajero que se anima a los desafíos
Viajero, no dejes que tus pies sean la mentira de tu cansancio.
Sé tú el viajero de tus días, si el antojar fuera remedio podrías romperte los huesos.
No se vive por alguien, solo vive tu día como si fuera el último.
—La rima no importa —pensó Max—, lo que importa es el sentido.
Echando sus pies al aire dejó el refrán atrás, el camino abrió paso bajo una catarata, los abetos se esfumaron detrás de las curvas de piedra, muros pálidos, en ellos había grabados guerreros con espadas largas hacia el cielo, y una multitud que parecía ser el enemigo, tratando de arrasar el mural o salir de él podría decir, el perro detuvo su marcha, donde estaba grabada la imagen de una niña dorada resaltando entre los dibujos; por momentos podría decir que movía sus grandes ojos, junto a su pelo que bailaba en el aire, sus vestidos carmesí adornaban el cielo cincelado, algo caía del cielo como una túnica blanca si pudiera estar pintada, el tiempo rompió sus lujos, junto a ella un cofre adornado en diamantes pero no se podía saber qué es lo que había dentro, y otro refrán se leía:
Vendrá el que te salvará
¿Serán aquellos días como estos?
El cofre abrirá su verdad
La sangre escuchará la voz de su salvador.
Entonces una guerra habrá.
Encontrarán al pequeño de pequeños en el vientre de su madre.
No te olvides el tiempo y sol porque el día se sabrá.
Horas más tarde al dejar el camino de los refranes, Max llegó a pensar en la niña, las palabras surcaban su mente, no entendió el principio ni el fin. La tarde ya estaba cerca, la noche en un momento más golpearía a nuestros amigos, la marcha tomó nuevamente intensidad, un río caudaloso se asomaba delante de ellos. El pequeño se había quedado dormido en la espalda hacía tiempo ya, sus llantos vencieron al niño.
—Uff… necesito agua —se dijo mientras dejaba a Darío en el suelo.
Esa noche Max levantó campamento en ese lugar, el niño durmió toda la noche, y el perro no tuvo mejor deseo que dormir aquella noche. La noche pasó desapercibida, sin dejar rastro y dejar que la noche se acomode en su sillón, y antes que se acomode, el sol asomó su rostro para tomar lugar aquel día. Max nuevamente se levantó, el instinto de hambre tomó fuerza en su mente. Recorrió unos metros, mientras unas ardillas recorrían los bosques en busca de avellanas y pasaban de árbol en árbol. Se refrescó con los primeros sorbos, regresando al muchacho. En ese momento volvía a la realidad Darío, sus lágrimas resecas por su cara, miró a Max, cayendo en un profundo llorisqueo, la culpa golpeaba su pecho, el perro obligaba a que no llorase tapando su boca con su pata. El estanque frente a ellos trayendo ondas heladas, un vapor de frío recorría el sendero gris, lo último que quedaba de ese verano fue cuando llegaron cerca de una majada de árboles, se deslumbraban ante los ojos de Darío, imaginarse semejante obra de arte puesta en este extremo del planeta, sus raíces se veían venir colina arriba, gruesa en gran manera, las hojas pendían de los hilos del árbol Banande, un aroma recio y su gusto fuerte pondrían a cualquier persona de pie por su fuerte gusto. Esta raíz descendía lentamente hasta el estanque tomando de ella su agua, su copa coronada de amarillas hojas, su altura majestuosa e imponente, ya casi no se veían estas maravillas naturales, crecían juntas, falleciendo juntas. A un tiro de piedra de ahí, yacía un árbol viejo con arrugas rechoncho en su estómago, despertando por unos quejidos.
—¿Qué son estos llantos? —se preguntó—. Bestias mal olientes, que se quieren llevar mis árboles —refunfuñó—. Levanten oídos, Brou, Brits, Craunds, nuestro día empieza en este instante, síganme, pequeñuelos —dijo golpeando unas cuantas ramas del suelo o podía decir pequeños árboles somnolientos—. Pequeños Gravents, su día acaba de comenzar, sus madres esperaban por este día; avanzaré y quiero que se queden detrás de mí, quiero que aprendan de su maestro y cómo un pastor actúa en situaciones.