Fragmento recuperado de las ruinas de Yrandor, encontrado entre las raíces cristalinas de un árbol Ulfurita.
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Empieza por el principio.
Cuando Alqualondë era joven, y los Yradim, hijos de Yrandor, éramos jóvenes, niños aún. Empieza de múltiples formas, cuando Berethiel no era conocido con ese nombre, cuando la égida del Imperio no existía en la mente de los Elfos, Elfae, Altos Elfae, Elfaranae, Syndarae, Sylvaranae y las diversos reinos corona que se extendían a lo largo de todo occidente. Empieza en diversos acontecimientos, conflictos y riñas internas y externas.
Empieza conmigo...
En aquella época, era la hija única de los reyes de Yrandor, un reino que, como el resto de Alqualondë, no era más que un mosaico de facciones dispersas y casas Elfae que, como bien se sabrá, reñian las unas con las otras. Cada día amanecía con un nuevo conflicto, una nueva negociación, un nuevo plan trazado en las sombras. Mi infancia fue breve, sustituida rápidamente por lecciones de protocolo, política y disimulo. Aprendí a sonreír incluso cuando me dolía el alma, a hablar en círculos sin revelar mis verdaderas intenciones y a escuchar entre líneas los venenos que se escondían en palabras dulces.
El trono de Yrandor era un campo de batalla invisible, un lugar donde las armas no eran espadas ni arcos, sino palabras, susurros y promesas vacías. Mi padre, mantenía el reino con una mezcla de sabiduría y astucia, pero su posición era precaria. Los Noblelae rivales de los clanes Syndarae y Sylvaranae de las regiones meridionales del este, se presentaban ante la corte con una frecuencia alarmante, trayendo consigo propuestas de matrimonio que nunca fueron más que intentos descarados por consolidar su poder. Eran elfos de sonrisa impecable y ojos fríos, portando regalos opulentos: joyas talladas en cristal de viejos tiempos, códices antiguos que prometían revelar secretos olvidados y hasta armas mágicas forjadas en los fuegos de los volcanes de Ulmar. Pero sus intenciones eran claras. No me buscaban por amor, ni siquiera lo intentaban. Ellos deseaban la llave que les abriría las puertas del dominio sobre los árboles cristalinos de Yrandor .
En aquellos días, la corte era un lugar de máscaras. Los consejeros de mi padre no eran mejores que los príncipes que buscaban mi mano. Los veia conspirar en las sombras de los grandes salones, trazando alianzas con los mismos clanes y Reynos que decían detestar. Cada sonrisa era un arma, cada gesto, un cálculo. Algunos consejeros intentaron influir en mis decisiones, halagándome con palabras dulces o intentando despertar en mí el miedo al futuro. Me hablaban de la inevitabilidad del matrimonio, del deber de la sangre y del sacrificio necesario para mantener la paz. Pero yo veía lo que ellos no decían: que su paz no era para Yrandor, sino para sus propias ambiciones.
Sin embargo, mi peor amenaza no provenía de fuera. Mi madre, era una Elfarah de voluntad inquebrantable y mirada penetrante. Para ella, mi único propósito era consolidar la posición de nuestra familia. En sus ojos, yo no era más que una pieza en el tablero, una herramienta que debía usarse para asegurar el poder de Yrandor. Sus palabras eran siempre afiladas, sus órdenes claras. Pero, en el fondo, sabía que sus intenciones, aunque crueles, estaban impulsadas por el miedo. El miedo a perderlo todo. El miedo a que los árboles cristalinos, los cuales habían protegido nuestro linaje durante siglos, cayeran en manos de quienes los usarían para destruirnos.
Y así comenzó todo.
Entre susurros y conspiraciones, entre la lucha por el poder y el peso del deber, comenzó la historia de lo que algún día se conocería como Berethiel.
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Editado: 19.01.2025