No. Aquello no debería estar sucediendo. Se había jurado durante todo el tiempo que llevaba en la Tierra que, si alguna vez volvía a coincidir con Ruth Derfain, no sería un pelele, sino que se comportaría de un modo tan frío que ella no lo reconocería. Al principio lo había hecho bastante bien, hasta su –“¿ex?” – le había recriminado su falta de educación; pero que ella reconociese que lo amaba y todo el asunto de la muerte de la señora de Ávalon habían conseguido que una parte de él volviera a ser el Akhen de veintinueve años, el joven que lo único que deseaba era escapar de aquel mundo que lo oprimía.
Su primer pensamiento, después de haberle soltado que el colgante le iba como anillo al dedo, era alejarse e intentar recomponer parte de su indiferencia. Sin embargo, cuando la mano de Ruth tomó la suya, para volver a mirarlo cara a cara, casi le da un síncope. Aquello no estaba bien, de ninguna de las maneras y así fue a decírselo, pero ella fue todavía más rápida y volvió a hablar de lo que había ocurrido entre ellos. Le comentaba justo en ese momento que entendía que no quisiera volver a verla. Por un segundo el gesto de estupor que marcó sus facciones fue hasta cómico, pero volvió a recuperar la compostura, aunque no por mucho tiempo, ya que los pensamientos de la Hija de Júpiter lo golpearon como una bofetada.
Ella lo quería, lo había dicho y él había podido comprobar que era cierto, como también lo era que deseara tenerlo en su vida de nuevo. Las flores y los corazones no deberían formar parte de aquel encuentro, aquello se estaba pasando de castaño oscuro; era como si toda aquella ira, todo aquel pesar y toda la fuerza de voluntad que había invertido en levantar sus muros se acabara de desintegrar.
«No, no, no», se maldijo e intentó recuperar la pose de serenidad que había mantenido antes, aunque le estaba costando horrores.
Ni en sus épocas más optimistas habría podido pensar que, cuando volviera a ver a Ruth, el reencuentro fuera como aquel.
«Te quiere, idiota», le dijo el hijo del embajador, «y por más que te haga sentir imbécil, tú también a ella».
Apartó al angelito en su hombro de un manotazo invisible. El demonio, o Alex Maxwell, acababa de aparecer.
«Tío, ¿en serio? Hemos tardado muchísimo tiempo en pasar página, ¿de verdad vas a tirarlo todo por la borda por unas palabras bonitas? Lo reconozco, está bastante buena, pero dudo que quieras volver a sufrir por tan poco.»
Akhen Marquath, el que se sentía bascular entre el joven impetuoso y el casanova desencantado, fue el que tuvo que poner orden en medio de aquel desastre mientras observaba a Ruth, que aún tenía su mano agarrada pero que se había vuelto a medias para ver el mar.
«Podéis iros al infierno. Los dos».
Ambos desaparecieron como por ensalmo y volvieron a quedar solo él y ella.
—Esto es muy repentino —dijo finalmente, acariciando la suave mano de Ruth entre sus dedos, atento a aquello y sin mirarla—, necesito pensarlo un poco, ¿vale?
Aquello parecía un término medio entre el hijo del embajador y Alex. Se reconocía a sí mismo que seguía enamorado como un colegial, pero iba con cuidado para que no le hiriesen. Nunca en su vida se había sentido así y lo cierto era que la sensación no era agradable, ¿cómo puede uno amar de verdad cuándo tiene reservas? Era complicado, pero no podía ser ni tan frío como había pretendido ni darse por entero como ya había hecho en el pasado.
* * *
Por un segundo, Ruth lo miró, extrañada, hasta que se dio cuenta de que quizá había malinterpretado su último pensamiento. ¿O no.…? Una punzada de dolor atravesó su pecho como una lanza afilada cuando aquel pensamiento cruzó por su cabeza y, a pesar de que le había asegurado de que entendería que no quisiera volver a verla, quizá no había sido del todo sincera. Sabía que, si en ese instante se separaban para siempre, aunque fuese como dos personas sin nada en común, su rostro decepcionado la seguiría martirizando lo que le quedaba de vida.
Quizá por eso, Ruth tragó saliva y retiró su mano con, quizá, algo más de brusquedad de la que pretendía.
—Ya… —musitó. La decepción debía de pintarse sobre su rostro, pero empezaba a darle igual que pudiese malinterpretarlo—. Como te decía, lo entiendo.
Y aunque lo deseara con toda su alma, se obligó a bajar de su nube rosa de caramelo con un firme pensamiento.
«Jamás volveremos a ser lo que fuimos. Doloroso, pero cierto».
¿Que lo había oído? Bueno, no era ningún secreto para ninguno de los dos, ¿verdad?
Y sin embargo, Ruth se volvió a sorprender a sí misma cuando, en voz alta, sus labios formularon la siguiente frase:
—En realidad no quiero que pienses que te estaba pidiendo… bueno… ya sabes —sus ojos cristalinos, como si no pudiese controlarlos, se pusieron ligeramente en blanco mientras apartaba la vista hacia el mar—. Tan solo si podríamos… volver a llevarnos bien —a tiempo, Ruth no mencionó la palabra “amigos”, porque sabía por experiencias relatadas por Carey que era casi un término tabú en esta clase de situaciones; sin embargo, la parte más emocional de su corazón había tomado el mando y, para bien o para mal, ya no podía frenarla—. Creo que puede ser un buen momento para que, y esta vez de verdad, nos conozcamos más antes de dar ningún paso.
En Ávalon habían tenido la presión del matrimonio y de la atracción tan intensa que había existido entre ellos, aquel fuego que ni siquiera acallaba el roce de piel contra piel. Pero ahora, en la Tierra, siendo dos personas adultas y corrientes… ¿quién tenía prisa?
* * *
Le hubiera gustado decirle que no debían conocerse ni dar oportunidad alguna a cualquier cosa que aún quedara entre ellos, pero cuando ella lo miraba de aquel modo –le había pasado casi desde que la había conocido, un amor prácticamente a primera vista– era como si una parte de él se derritiese y olvidara cualquier resolución. Negó con la cabeza, intentando pasar por alto el hecho de que hablara de pasos de futuro. No estaba seguro que aquello fuera posible, aunque se abstuvo de decir cualquier cosa, de momento. Todo lo que estaba ocurriendo era demasiado intenso. Ella estaba sufriendo y aunque su demonio interior sabía que parte de aquello era merecido, –«te abandonó sin una prueba, idiota»–, no podía negar que no le gustaba ver a Ruth en semejante estado.