Akila: los ángeles caídos

Capítulo 8

◣La explosión◢

Sus manos temblaban frenéticamente sobre sus sienes. Sentía su rostro más arrugado de lo normal y con el movimiento varios de sus cabellos comenzaron a caer. Había caído en la desesperación de nuevo.

El momento al que le había temido por diecinueve años había llegado y ya no podía esquivarlo. La llamada de Susana lo aturdió y la llegada del joven View le puso los pelos de punta.

Tomó el arma que estaba frente a él con la mano derecha y se apuntó a la cabeza. Estaba sudando. Mantuvo su vista fija hacia la ventana, no quiso ver a sus costados, sabría que no podría si notaba que todo eso era efecto de las tantas botellas vacías a su alrededor.

Se acomodó en la silla, lágrimas mojaban todo su rostro, su boca temblaba en el pánico. No había carta, quería que piensen que lo habían asesinado por lo que ocurrió.

Los recuerdos de su hija lo atormentaba, ese fantasma le quitaba el sueño.

Respiró profundo y se dispuso a jalar el gatillo y creyó hacerlo cuando las paredes temblaron. Inmediatamente, el susto lo llevó a dejar caer su mano derecha sobre su muslo. El mundo realmente estaba temblando. El aire se bloqueó en su garganta, no podía respirar. Tosió desenfrenadamente hasta que pudo, una vez más, llenar sus pulmones de aire.

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—¿Qué fue eso?—pregunté en un grito.

Imma tenía desplegadas sus alas sobre Lucián y Miori estaba tirada a unos pocos metros de mí. Los post-it de las paredes se había despegado y estaban esparcidos por el piso.

—Sabía que había escuchado un helicóptero—murmuró Immanuel.

—¿Eso qué significa?—volví a preguntar mientras me levantaba sosteniendo mi cabeza, la cual dolía por el golpe.

Al ver intentar ponerse de pie a Miori, quise ayudarla, pero solo logré que me mandase a la mierda.

—Debemos llevar a Lucián a un lugar seguro. Hay que ir a la montaña, allí no pueden llegar aún ¡Greco!

—¿Sí?—pregunté de repente.

—Trae a Diego, quiero mostrarle mi casa—Al decir eso sus mejillas se pusieron rojas y sus ojos comenzaron a brillar. Parecía como si por un segundo se hubiese desconectado del mundo peligroso en el que estábamos.

—Iré a ver si hay algún herido—informó Miori dirigiéndose a la puerta—. Nos vemos en el patio en diez minutos, debe buscar al jefe—le dijo a Immanuel.

—Iré contigo—anuncié de inmediato.

—No podré llevarlos a todos—se lamentó el akila y luego sacó su teléfono para hacer una llamada—. Veré si mis hermanos están disponibles.

Todos asentimos confirmando el plan.

Corrí junto a Miori por los pasillos. Ni siquiera nos dirigimos una mirada y simplemente nos separamos al llegar al piso de Diego. Toqué la puerta de su habitación, pero nadie contestó. Toqué una vez más y acerqué mi oído a la madera para escuchar, entonces oí un pequeño gemido que me alertó por completo. Apoyé mi palma en el picaporte y con el cuerpo comencé a golpear la puerta hasta abrirla. Dentro, Diego tosía bajo una biblioteca y varios libros. Corrí hasta él y levanté el mueble para ayudarlo a salir. Estaba lleno de raspones, seguramente por los libros.

—¿Estás bien?—le pregunté mientras lo ayudaba a pararse.

—Sí, sí—dijo con la voz entrecortada—¿Qué fue eso?

—No lo sé, pero iremos a un lugar seguro.

—Eres un ángel, Greco—me dijo. El cumplido me sorprendió, pero no perdí el tiempo para lanzar una pequeña risa y aclarar:

—Ahora conocerás a los verdaderos ángeles.

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Immanuel corrió por todos los pasillos llevando a Lucián bajo el ala. Su mayor objetivo: protegerla. No tardó en encontrar al viejo en su escondite, en ese viejo sótano, la humedad de su olor era muy fuerte.

Al abrir la puerta, el frío del hierro lo detuvo en seco. Un arma caliente le apuntó la frente. Los ojos de fuego del anciano se disiparon en una cortina de humo que permitió que bajara esa muerte que llevaba en la mano.

—Creí que eras uno de ellos—se excusó.

Rápidamente, Lucián corrió hacia él abrazándolo, pero este no le correspondió, su vista no se apartaba del akila de grandes alas, quien no se dejó intimidar, diciendo:

—Iremos a la montaña, allí Lucián estará a salvo, ¿vienes?

—No...

—¿No? ¿Por qué no? Debes venir, no puedes dejarme sola...—protestó la joven.

—Debo quedarme a proteger nuestro hogar, sino no tendrás lugar al cual volver—explicó él mirando a los ojos a su nieta—. Tu deber es vivir, mi deber es cuidar cómo vives. Así que ve, estaré bien.

—Pero, si ellos vienen...no podrás defenderte.

—Lo haré. Confía en mí.

—Hay que irnos, Lucián—interrumpió Immanuel y tomando, cuidadosamente, a la jovencita de los hombros, la sacó de la habitación.

Orlando se aseguró de que la puerta sea bien cerrada cuando salieron. Luego se volteó y contempló detenidamente las 13 estatuas de mármol que tenía en ese inmenso sótano. Eran estatuas de ángeles en distintas posturas, una sosteniendo una roca, otra pescando, otra con monedas en los ojos. Se acercó a la única que no tenía alas y llevaba los pies descalzos. Posicionó su mano derecha en la mejilla de Él y la empujó levemente provocando que el piso comenzara a descender revelando una segunda habitación, el triple de grande que la otra, rebalsada de armas, fotos de akilas tomadas con polaroid y bastante borrosas, y hojas de libros arrancadas pegadas en las paredes. Contempló todo con bastante añoranza, hace mucho que no iba allí. Se bajó del piso sobrepuesto y dejó que este se elevará para dejarlo solo en ese frío lugar.

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Me crucé con Miori antes de llegar a la puerta.

—¿Qué le pasó?—preguntó al ver a Diego sostenido de mí.

—Una biblioteca le cayó encima ¿Qué ocurre con los demás clientes?




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