Akila: los ángeles caídos

Capítulo 10

◣Viejas amistades◢

En cuanto la puerta se desplegó, levantó el arma dispuesto a disparar a cualquier desconocido. Sin embargo, un viejo amigo, Robert Sulte, se presenta como si nada.

—Menos mal que era yo, ¿verdad? A cualquier otro le hubieses dado un tiro en la cabeza.

Orlando suspiró profundo y bajó el arma.

—¿Dónde aterrizaron? Se escuchó un helicóptero.

—Sí... Debimos usarlo porque teníamos que venir rápido. Mis hombres están recorriendo el lugar, por cierto ¿Cómo has estado? ¿Ha pasado tiempo?

—¿Cómo está tu hija? ¿Ya la encontraste?—contestó sarcásticamente.

Robert frunció el ceño y torció la boca. No le gustaba escuchar eso.

—Sabes que no tengo ninguna hija, Siola.

—Bueno, yo no soy el que se acuesta con extraterrestres.

—¿Cómo está tu nieta? ¿Ya despertó de la muerte?—preguntó ahora él para vengarse.

—No sé de qué me estás hablando—contestó Orlando mientras apretaba el arma entre sus manos.

—Hiciste un buen trabajo al no llevarla a la escuela y mantenerla oculta en este bonito hotel. Pero, amigo, ya no puedo cubrirte. El Pentágono fue atacado hace poco por guerras que no son nuestras y eso llevó a que se revisara a fondo todo lo que tenemos, por lo que ya se detectó a tu nieta y me pidieron que la lleve a donde tiene que estar.

Orlando levantó su arma nuevamente con el dedo el gatillo, olvidando cualquier vieja amistad. Su mirada estaba fija en la frente del soldado vestido de negro.

—¡Oye, oye, cálmate!—se defendió este alzando las manos—Vengo a ayudarte, todavía te debo mucho, perdiste tu empleo por mi culpa.

—Algo me dice que no puedo confiar en ti ¿Dónde están tus hombres?

—Oh, hombres y mujeres, todos sirven. Y buscan evidencia o algo que los deje tranquilos, por eso vine yo a verte. Escucha, lo que te propongo es que le hagamos un par de estudios, puedes estar presente, y luego la liberamos ¿Puedes entender lo impresionante que es esto? Nunca antes se han podido reproducir akilas y humanos y tu nieta es la prueba viviente de que es posibles. Podríamos crear una sociedad superpoderosa.

—¿Te piensas que es fácil ser un híbrido? Ella ni siquiera puede tener hijos y sufre trastornos mentales ¿De qué clase de sociedad me hablas? Solo serían unos más de los tantos fenómenos antinaturales que esconden en sus laboratorios. Los akilas podrían ser una de las pocas criaturas del planeta que se asemejan a nuestra consciencia ¿y quieres crear ejércitos con ellos? ¿Por qué no dejarlos volar libres? Déjalos en su hogar y el problema se acabará. No son una amenaza si no los molestas.

Robet suspiró creyendo que su viejo compañero estaba cegado por el amor a la ignorancia.

—No espero que entiendas. Después de todo, el mundo ha cambiado y nosotros con él, pero ¿sabes qué no ha cambiado? Los peligros que vivimos, incluso se han incrementado ¿No te hubiese gustado haber salvado a tu hija?

Un disparo que impactó en la pared le frenó el corazón por un segundo. Orlando cargó la siguiente bala y expresó:

—Si vamos a jugar a causa y consecuencia, fue tu culpa que ella quisiera robarse a mi hija.

Robert se adelantó, tiró la silla que lo alejaba del escritorio y se acercó tanto que el arma tocó su frente.

—Son estudios, Orlando. No jodas. Puedes estar presente.

—Para llevártela, tendrás que matarme—contestó quitándole el seguro al arma que sostenía firmemente.

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El anciano, quien resultó ser el padre de los tres hermanos akilas nos dio alojamiento en su casa hasta que el helicóptero se fuera, ya que unos informantes trajeron la noticia de que el Grupo Negro estaba en el hotel.

Me sentía inútil mientras los grandes discutían en la gran casa qué hacer. Estaba sentado en césped con Miori a mi derecha y Diego a mi izquierda mientras veíamos a un duende que nos bailaba por pedazos del chocolate que Miori traía.

—Esto ya me está aburriendo—me quejé—¿Segura que no pueden entendernos? Quisiera preguntarle algo.

—Segura—contestó ella enfadada—. Si quieres saber algo ve a preguntarle a las sirenas.

—¿Hay sirenas?—pregunté emocionado.

—¿Qué las sirenas no comen hombres?—preguntó Diego.

—Sí y sí—contestó Miori mientras le tiraba otro cuadradito de chocolate al duende—. Para que no te coman te tienes que tapar las orejas y no mirarlas a los ojos, solo eso.

—¿Pero cómo sacaré información si no las puedo oír ni ver?—me desesperé.

Miori se encogió de hombros restándole importancia. Refunfuñé y me puse de pie.

—Iré a dar una vuelta—dije. Entonces, Diego también se paró.

—Voy contigo, no me gusta este lugar.

—Yo también los acompaño— afirmó Miori tomando al duende de una oreja y arrojándolo por ahí junto con lo que quedaba del chocolate.

Suspiré. Esperaba tener un momento a solas para pensar, pero al parecer no iba a ser posible.

Comenzamos a caminar en silencio mientras veíamos a los akilas remontar los cielos con los ojos iluminados por la luz de la luna. Iban de un lado para el otro y más de uno le daba vueltas en círculos a la montaña.

—¿Qué hacen?—preguntó Diego extrañado por esos comportamientos.

—Montan guardia—afirmó Miori.

—Y, ¿acaso pueden ver en la oscuridad?—pregunté por el brillo de sus ojos.

—Sí—contestó ella secamente.

Quería hurgar más en el tema, pero otra cosa se robó mi atención. Unos niños estaban a los pies de la estatua dejando cuernos de vaya a saber qué.

—¿Qué están haciendo?—pregunté. Pero antes de escuchar el gruñido de molestia de Miori, agrego—Déjame adivinar, están dejando ofrendas.

—Sabía que podías ser inteligente.

Nos acercamos a los niños y pude contemplar lo que decía en el pie de la estatua.

—¿Freyja? ¿Qué Frejya no era una diosa vikinga?




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