Al Arrastre de las Olas

#3 [Mirlo]

Tardé unos minutos en darme cuenta de que el suelo realmente estaba moviéndose, de que no se trataba sólo de mi cabeza. Desperté en la más absoluta oscuridad, sobre la parte baja de una litera en una habitación tan pequeña como una caja de fósforos. El lugar se bamboleaba de derecha a izquierda, de arriba abajo, y a la lejanía podía escuchar el vozarrón de Golondrina dando órdenes sobre la cubierta. ¿Cómo había terminado dentro del barco? ¿Y por qué habían tenido que recostarme? Una punzada de dolor en la parte lateral de la cabeza me recordó el golpe que había recibido. Que hubiera caído en medio de una pelea, que me hubieran tomado por sorpresa… era simplemente imperdonable. Si no se hubiese tratado de mi familia, incluso habría dudado de subir con las demás, pues no podía pensar en nada más vergonzoso que haberles fallado, haciendo que tuvieran que cuidar de mí.

Me puse de pie con cuidado, sintiéndome lento y torpe. Aquello era tan extraño en mi cuerpo ágil y ligero que no estaba muy seguro de cómo moverme, especialmente porque jamás había estado en una embarcación. Los vendajes de mi pecho habían desaparecido, probablemente para ayudarme a respirar con tranquilidad, y no podía encontrarlos por ninguna parte. ¿Serían los mismos que me habían puesto en la cabeza? Si era así, esperaba que hubieran tenido una buena razón, o me mosquearía muchísimo. Ya casi estaban por deshacerse, y no soportarían muchos lavados más. Incómodo, salí del camarote hacia la parte de arriba, donde Golondrina y Codorniz estaban ocupadas sobre un mapa venido a menos mientras Tenca aparentemente trabajaba en algo cerca de la punta del navío.

—¿Quieres explicarme qué diablos estamos haciendo en un barco? —le exigí a Golondrina.

—Miren quien está vivo —dijo sin esconder su alegría. En general, nuestra jefa no era buena para mostrar sus emociones, así que aquello me hizo sonreír—. Creí que dormirías un poco más.

—¿Dormir? —pregunté—. Creí que había caído inconsciente.

—Dormir, caer inconsciente… más de lo mismo. Diría que en tu caso hasta te favoreció el golpe —sonrió—, o no habría forma de haberte enviado a la cama.

—¡Mirlo! —me llamó Tenca desde donde estaba, pero antes de que pudiera decir algo más, volvió a doblarse sobre sí misma.

Un horrible sonido de arcadas llenó el ambiente, parecía que la pobre apenas podía detenerse para respirar.

—¿Esto era parte de tu plan? —le pregunté a Golondrina, molesta.

—Por supuesto que no —respondió ofendida—. ¿Cómo iba a saber que Tenca sufriría de mareos? Es la más fuerte de todas.

—Eso no quiere decir que su estómago lo sea —habló Codorniz por fin. Me alegraba que estuviera haciéndoselo ver, pues a veces parecía que Golondrina sólo la escuchaba a ella—. No te preocupes Mirlo, apenas hagamos una parada reuniré unas cuantas cosas para hacerle un amuleto. Estará bien.

—Ya estoy bien —nos aseguró ella mientras se nos acercaba, medio tambaleándose—. Creo que no me queda nada que vomitar.

—Excelente —se alegró Golondrina, y no estaba seguro de si estaba bromeando o no.

—Excelente, así es —repitió Codorniz—. Y ahora que las chicas han vuelto a la vida, vas a explicarnos que estamos haciendo en altamar, y por qué robamos la nave del Barón.

—Está bien —aceptó, sabiendo que ya había abusado suficiente de nuestra paciencia—. Pero antes debo ir por unas cosas.

 

Para cuando Golondrina volvió de su camarote, el dolor de mi cráneo había amainado, y Tenca había recuperado un poco el tono moreno de su piel, aunque aún se mantenía cuidadosamente cerca del borde del barco, por si tenía otra emergencia. Codorniz, por su parte, tenía una cara de angustia que apenas podía controlar, probablemente causada por la necesidad que tenía de ayudar a Tenca, sabiendo que no tenía la capacidad de hacerlo todavía.

—Usaste mucha magia —observé. Sus muñecas caían sobre sus piernas, hinchadas y amoratadas—. Ya podrás ayudarla.

—Ya les dije que estoy bien —apuró Tenca—. No hay necesidad de preocuparse.

Codorniz estaba a punto de decir algo, pero en ese momento Golondrina chasqueó la lengua, llamándonos la atención. Nos habíamos reunido junto al mástil central, y quien obviamente desde ahora sería nuestra capitana había arrastrado una caja para usarla de asiento. En nuestro imaginario, aquello era como un trono, y aunque estábamos molestos con ella, no dejábamos de querer escuchar lo que tenía para decir.

—Bien, pajarracas —comenzó. Le gustaba llamarnos así, y a nosotros en general nos hacía gracia. Sonreí de medio lado; estaba poniendo de su parte, así que me calmaría un poco—. Supongo que tendrán muchas preguntas, pero esas irán al final de la clase.

Tenca le rio el chiste, pero Codorniz y yo guardamos silencio. Ninguno de los dos había pisado nunca una escuela, y no entendíamos esa clase de bromas. Golondrina sonrió, satisfecha, y luego hizo algo que jamás creí que llegaría a ver: se quitó el parche que siempre llevaba sobre el ojo. Codorniz ahogó un grito, pero en vez de presentarnos con sus parpados cosidos de manera burda, un ojo con la iris más azulada que había visto nunca nos miraba de manera vacía desde la cuenca izquierda. Todavía estaba hinchada, y lucía extrañamente muerta en el rostro vivaz de nuestra capitana, pero a pesar de todo, el resultado era imponente.




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