El Queltehue se asentó en el puerto de Cascabel cuando el cielo ya comenzaba a oscurecerse. Tan pronto el ancla tocó el suelo marino, Codorniz se dejó caer en uno de los barriles, sobándose las muñecas y los codos, que debían de dolerle muchísimo. Ausente, dejé caer mi mano sobre su hombro, acariciándolo suavemente en un intento de hacerle entender que ya pronto la atendería, pues lo último que quería era que se sintiera ignorada luego del gran favor que nos había hecho trayéndonos hasta aquí.
Tenca puso pies en la tierra tan pronto como tuvo la posibilidad, seguida de Mirlo que rara vez se despegaba de ella si la veía en aprietos. Sopesé a mis chicas con la mirada; su cansancio, su mareo, el brillo travieso en sus ojos. Quizás no sabíamos manejar un barco, pero tendríamos una tripulación que lo haría, aprenderíamos sobre la marcha, y de a poco, restauraríamos la piratería femenina. Lo cierto es que no sólo me había propuesto quitarle su nave al Barón buscando la tan ansiada libertad y riqueza; buscaba también la gloria, el renombre, la hazaña que nos pondría en los libros de historia que no dejan que los pequeños lean en las escuelas. Seríamos infames. Con el tiempo, tendríamos una flota, dominaríamos los mares del sur, y devolveríamos a las mujeres al océano. ¿Me preocupaban las sirenas? Por supuesto, pero no demasiado. Tenía un plan para zafarme de ellas, un trato que nos convendría a todas, pero para eso, tendría que encontrarlas antes de que su cardumen lo hiciera, y aunque no me gustaba dejar cabos sueltos o depender de la suerte, no podía evitar regodearme ante la idea de que la buena fortuna había estado sonriéndome últimamente.
Dejé a Mirlo al cuidado de Codorniz y Tenca mientras iba a hacer el papeleo que nos permitiría quedarnos en costas de Cascabel por una jornada. Bien podía no saber como conducir una nave, pero me había estudiado con cuidado todos los procedimientos necesarios y contactado a una excelente falsificadora para tener al día cualquier permiso que pudieran pedirme. Pero el título es verdadero, pensé con orgullo. El Queltehue era todo mío, y no había tenido que recurrir a ninguna treta para obtenerlo.
Al salir de la caseta de seguridad vislumbré a lo lejos a un grupo de mujeres. Venían con maletas o bolsos, envueltas con varios suéteres o chaquetas rellenas si es que tenían la suerte de poseerlas. A medida me fui acercando de vuelta al Queltehue pude ver bien sus rostros; las había jóvenes y otras no tanto. Algunas no eran más que niñas, y otras estaban cerca de su edad de retiro. En total había unas veinte, de las cuales a simple vista debía de enviar de vuelta a casa al menos a un cuarto. Hacían fila junto al barco, esperando en orden que alguien bajase a darles la bienvenida. Sonreí para mis adentros; el aviso que había enviado de la mano de un contrabandista y el dinero que le di no se habían perdido. La voz se había corrido lo suficiente como para que se montara un modesto grupo buscando zarpar con nosotras. Se veía por sus cuerpos tonificados, cicatrices y ropas que aquellas mujeres tenían mundo. Sus manos eran callosas, acostumbradas a trabajar, y por lo tanto era de esperarse que estuvieran buscando una vida mejor, más oportunidades, o simplemente, una gran aventura.
Caminé por su lado sin que nadie me prestara demasiada atención y subí al Queltehue acunada por la reciente oscuridad del ambiente. Tenca se encontraba mejor, y le masajeaba las muñecas a Codorniz, que todavía parecía ser presa de un agudo dolor. No sólo necesitábamos encontrar algunos amuletos protectores para el barco, sino también los ingredientes de la poción que mantendría a Tenca sin mareos, amplificadores mágicos para nuestra bruja y algunas cosas más que sólo sería factible encontrar de noche. Además, tenía que llevar a cabo las entrevistas de las nuevas tripulantes, y todo eso antes del medio día del día siguiente, ya que no quería estar junto a tierra por demasiado tiempo.
Tomé un saquito con billetes y monedas y envié al duo inseparable en busca de lo que necesitábamos, confiando en que se las arreglarían bien en las calles de la gran ciudad. Sabía que a Tenca especialmente no le hacía ilusión el tener que caminar por Cascabel, pues le recordaba a la época en la que era una chiquilla rica y delicada, viajando a la capital en busca de los mejores vestidos de temporada para llevar en su precioso internado escolar. Al resto de nosotras nos gustaba tomarle el pelo con aquello, pero aquí, estando tan cerca de todo eso, supimos guardar silencio. Fuera como fuera, nuestra grandota conocía bien el lugar, pues desde allí se había escapado para rehacer su vida como una rufiana de poca monta. En cierto sentido, suponía que aquella era la razón por la cuál no se había enfadado (tanto) al comprender en qué las había metido; comprendía la idea de buscar un nuevo horizonte, y sospechaba que el estar en altamar, además de nauseas, le daría una renovada sensación de seguridad y anonimato. Últimamente la veía nerviosa, como si supiera que andaban tras ella, como si no pudiera quitarse a los viejos fantasmas de encima.
Mirlo, por su parte, estaba encantada con la idea de explorar un poco, aunque tuviera que hacerlo mientras trabajaba. No había aprendido a leer hasta hace poco, cuando Codorniz finalmente la había convencido de su utilidad después de años de intentar meterle un poco de razón en aquella cabeza dura. Pero lo que no tenía de conocimientos formales, lo suplía con su saber callejero. Confiaba que entre las dos podrían arreglárselas sin problemas, y ojalá, volver con un par de cosas más de las que eran requeridas.
Luego de despacharlas, volví a bajar del Queltehue en busca de las mujeres que se habían congregado afuera. Las hice subir a cubierta a todas a la vez, preocupada de la apariencia que pudiera tener el ver semejante número de damas en un puerto, que por regla eran tierra de los hombres. Las muchachas subieron por la rampa y se sentaban en el suelo a medida que se los iba ordenando. A un lado quedaron todas sus pertenencias; lo palpable de las esperanzas que portaban con ellas. Se veían tranquilas, pero sabía bien que, tal como era nuestro caso, bajo sus faldas y pantalones había revólveres y cuchillos. Algunas de ellas fumaban un cigarrillo, mientras otras parecían aburridas. Ninguna parecía nerviosa, aunque debían de estarlo.